Y OTROS CUENTOS.














11 de abril de 2024

Fantasmas

Iba todos los primeros de mes al cementerio, para limpiar las tumbas de familiares y amigos.  Se esmeraba, le gustaba el trabajo bien hecho. Luego se quedaba paseando entre los muertos, recordando historias pasadas que leía en lápidas y epitafios, viendo fotos en blanco y negro de difuntos antiguos.  Vivía sola, los muertos eran su única familia. En realidad, le parecían los únicos vivos en aquella ciudad insomne. 

Un día murió, en su cama, sin que los vecinos la echaran de menos como tampoco antes la veían. Pero los muertos extrañaban su ausencia, porque ahora nadie renovaba las flores, ni componía nichos y tumbas, que así iban cubriéndose de polvo y telarañas. 

Era tal su nostalgia que una noche se levantaron y se acercaron en procesión a su casa, llevándola de vuelta al cementerio. Se cruzaron con algunos fantasmas, pero no los reconocieron porque estaban vivos.  La depositaron en el osario, y volvieron confiados a sus tumbas. 

Cada noche del primer día del mes ella se levanta para adecentar y llevar flores al lugar de reposo de familiares y amigos, pasea entre lápidas y nichos, y recuerda viejas historias de vecinos en epitafios borrados por el tiempo.  A su paso, los muertos parecen revivir.  Después vuelve al osario, donde nunca está sola y descansa en paz, con la sensación del trabajo bien hecho.



17 de marzo de 2024

Dinero fácil

Ayer por la tarde iba yo paseando con mi galguita Nare por la calle Los novios -así se llamaba antes, ahora no lo sé, tendría que mirarlo-, cuando se me acercó una señora -no diría elegante, pero muy estilosa sí- y me preguntó si no me importaba hablar un momento con ella.  Bueno, la verdad es que sí me importaba, dado mi carácter solitario, misántropo y algo esquizoide -si digo yo esto, ¿qué dirán mis enemigos? -, pero le contesté que no, que no me importaba, ese es otro problema que tengo, los reflejos condicionados de la antigua buena educación. 

Me paré, aunque mi mecanismo de defensa automático activó enseguida la mirada, en busca de una línea de fuga. 

La mujer, guapa, mediana edad, vestida de una manera informal, en contraste con su perfume, que me pareció un tanto agresivo, me miró, hizo un ademán de saludar a mi perrita -que tiró para atrás, es más miedosa que yo-, y habló. 

-Disculpe por interrumpirle, no le voy a entretener mucho tiempo.  Depende de si le interesa a usted, o no, lo que le voy a proponer (¿proposiciones?, pensé yo, uy, uy). Mire, estamos buscando modelos de la tercera edad, somos una agencia publicitaria, la mejor, a riesgo de parecer presuntuosa.  Trabajamos para las grandes marcas, todo tipo de anuncios en los medios más potentes.  Mi propuesta es que trabaje con nosotros como modelo, tiene usted algo especial, le pagaremos bien, simplemente tendrá que viajar de vez en cuando y posar para nuestros fotógrafos.  Son los mejores, y saben tratar a la gente, estoy segura de que la experiencia le resultará muy agradable.  ¿Qué me dice?

Lo primero que me vino a la mente -ahora lo estoy reelaborando, con tiempo para pensar, pero en ese momento fue un flash- fue “Night on Earth”, aquella maravillosa película de Jim Jarmusch -me he acordado del nombre a la primera- que contiene varias historias, una de las cuales protagoniza una muy joven y hermosa -qué ojazos- Wynona Ryder, que maneja un taxi nocturno en una gran ciudad americana, no recuerdo cuál.  Bueno, se sube al taxi Gena Rowlands -me ha costado recordar el nombre, igual que el de su marido, John Cassavetes, pero lo he conseguido sin tirar d Google- que por alguna razón se fija en la chica que lleva el taxi, y tiene el impulso de preguntarle si le gustaría actuar en alguna película.  Gena, bueno su personaje, es productora, o tiene relaciones con grandes compañías cinematográficas, y ha visto en Wynona -su belleza, su desparpajo, la fotogenia de sus ojos en el espejo retrovisor, lo que sea- grandes posibilidades. Y eso, le propone, como a mí esta mujer que me ha asaltado -quizá no sea esa la palabra- en medio de la calle, que pruebe en el mundo de la interpretación, cine, Hollywood y todo eso. 

Wynona se queda un poco sorprendida o perpleja -igual que yo- y al principio no sabe qué contestar. Gena Rowlands -qué pedazo de actriz- insiste, sin presionarla demasiado, pero insiste, hablando de las posibilidades que se le abren en la vida, una oportunidad que seguramente no se le va a volver a presentar.  Bueno, los que hemos visto la película ya sabemos lo que pasó, Wynona le dice que le gusta su trabajo, y que prefiere seguir llevando su taxi. 

Yo le dije a la señora más o menos lo mismo.  

El dinero siempre es importante, sobre todo cuando no lo tienes.  Mi pensión me da para llegar a fin de mes, sin demasiadas alegrías, pero, bueno, me da.  Aparte, lo que ya he dicho, soy una persona solitaria, un misántropo, quizá cosas peores, quién sabe.  Los cambios me asustan, en fin, aunque creo que lo que me decidió desde el primer momento fue mi perrita.  No tengo con quién dejarla, es muy nerviosa y asustadiza, incluso cuando salgo de casa a dar una vuelta y no la llevo conmigo la oigo lloriquear tras la puerta. 

Le dije que no a la señora.  Ella se despidió dándome las gracias por haberla escuchado, se ve que también es una persona educada.  Lo que me decepcionó un poco es que insistió menos que Gena Rowlands, no sé cómo decirlo, me sentí rechazado, otra de mis neurosis, no me falta de nada.  Y cuando seguí mi camino con Nare pensé durante unos momentos que me había equivocado, podía volver atrás, llamar a la mujer antes de que desapareciera, decirle que, bueno, podíamos probar.  Pero en seguida volví a mi ser.  Pensé: yo no soy Wynona Ryder. La inseguridad, la poca autoestima, en fin, otra ocasión frustrada de demostrarle al mundo lo que valgo.  La historia de mi vida. 

 


14 de febrero de 2024

Carnaval del toro

Amaba a su marido, claro que después de diez años de matrimonio -se habían casado muy jóvenes- a veces echaba en falta un poco de emoción.  Soñaba con tener una aventura. 

Él era interventor de una sucursal de la Caja de Ahorros de Salamanca, lo habían trasladado a Ciudad Rodrigo hacía unos meses.  El hombre era serio, trabajador, eficiente y seguro en el trabajo, y, aunque no era precisamente muy dicharachero, o precisamente por eso, los clientes confiaban ciegamente en él. 

Alternaba dos trajes -uno gris, otro azul marino- y tenía la costumbre de no ponerse otra ropa más informal porque decía que su obligación era dar siempre buena imagen “estuviera en la oficina o tomando unos huevos con farinato en el bar El Sanatorio”, de la Plaza Mayor.  En definitiva, era muy valorado por sus jefes que lo consideraban un profesional íntegro y de lealtad contrastada (había recibido ofertas jugosas de otros bancos, sin tenerlas en cuenta). 

Ella, un poco por aburrimiento, había empezado a chatear por Internet, en alguna página de citas, sólo para distraerse un poco, y también por una curiosidad que ella misma consideraba, no sin algún sentimiento de culpa, más bien frívola. 

En fin, eran sus primeros Carnavales en la ciudad.  Todo le estaba resultando muy emocionante, no así la compañía de su aburrido cónyuge de traje oscuro, siempre saludando ceremoniosamente a unos y otros.    

En uno de los encierros, en el recorrido entre la Plaza del Conde y la Calle Madrid, un joven había sido corneado salvajemente por un toro, y había fallecido en la ambulancia, antes de llegar al hospital.  Una vida truncada en la flor de la vida, se repetía ella, pero el chico -pensaba- había vivido intensamente, había conocido el riesgo, había jugado a la ruleta con la muerte, y había perdido.  ¿Pero qué sentido tiene vivir si no te arriesgas alguna vez?

Y el día llegó también para ella.  Era un 13 de febrero -víspera de San Valentín, corbata para él, perfume para ella-, había quedado con aquel desconocido por internet, después de chatear unas cuantas bobadas que sin embargo le habían alegrado el corazón.  Parada frente a la puerta de la habitación se quitó el anillo, sonrió pensando que de esa forma se estaba poniendo el disfraz de soltera en aquellos carnavales de vino y toros.  Dudó, pero superando la indecisión giró la llave de aquel cuarto del hotel Conde Rodrigo, y entró. 

La habitación era clásica y elegante, pero también alegre.  Las paredes estaban pintadas del color del albero de una plaza de toros.  Había fotos antiguas, en blanco y negro, de los imponentes monumentos de la ciudad.  La cama era de matrimonio, el edredón y las almohadas blancos, impolutos, virginales. 

Se sentó a esperar, con el corazón en un puño.  Dejó el bolso en la mesilla de noche, de madera noble, oscura y bruñida por una pátina reluciente y encerada, que parecía conservar el tiempo. 

Se dio cuenta de que no estaba sola al ver una camisa hawaiana -informal pero elegante, pensó- y unos vaqueros, sobre la silla de madera labrada que estaba al otro lado de la cama.  Un sombrero de ala ancha y un antifaz de carnaval colgaban de la silla.  Pensó en los trajes grises de su marido y sintió pena.  Tuvo el impulso de levantarse y salir de la habitación, el corazón le palpitaba en el pecho con una fuerza desconocida. 

En ese momento, desde el baño, le llegó una melodía inconfundible.  La que silbaba siempre su esposo cuando estaba en la ducha.  



18 de enero de 2024

Daño colateral 

Mi hermanita me había destronado como rey de la casa.  Tenía, en aquel momento, siete años, había nacido uno después de mí.  Yo la quería muchísimo, pero eso no me impidió hacer lo que hice. O vete a saber.    

Entonces vivíamos en Mérida -la antigua Emérita Augusta, como se enorgullecen un poco estúpidamente sus vecinos-, mi padre era médico oftalmólogo, y, éste es el quid de la cuestión, mi hermana era la nueva reina de la casa, la niña bonita, la consentida, la mimada por todos.  Si lo sabré yo que la adoraba. 

El abuelo estaba enfermo, postrado en una cama y rodeado de cables por todas partes, máquina de oxígeno incluida -y en aquel tiempo hacían un ruido del demonio, esa fue otra razón, me ponía de los nervios-, agonizante, en definitiva, si bien conservaba una mente clara y lúcida como había tenido siempre. 

Pequeño diablo, me llamaba, cuando hacía alguna de mis travesuras.  Eso yo me lo tomaba bien, me hacía gracia, creo que me hacía sentirme importante.  Quiero decir que no fue esa la razón. 

Yo estaba al lado de la puerta, entreabierta, de su cuarto, y oí la voz de mi madre, aunque no sé bien lo que decía, algo de los niños, parecía reñir al abuelo.  Su voz sí la oí: “Hija, qué quieres que te diga, yo quiero más a la niña”. 

Ahora sé lo que es la rabia, pero entonces no podía entender el cúmulo de sentimientos que me sacudió violentamente.  Quedé como aturdido, para que nos entendamos.  Y en aquel mismo momento tomé la decisión, si se puede llamar así a algo informe, algo que no se expresaba en palabras, algo turbio y perverso que se apoderó de mi cabecita infantil.  Este niño es un diablo, pensé, y me sentí como poseído de una fuerza que me arrastraba. 

Esa tarde -o al día siguiente, ya no recuerdo bien-, llevé a mi querida hermanita al cuarto del abuelo, y estuvimos un momento jugando con él, dándole besos, esas cosas.  Cuando miraba a “la niña” se le iluminaba la cara. 

Dejé a mi hermana a los pies de la cama con uno de sus puzles -se podía tirar horas concentrada con esos rompecabezas-, y me di cuenta de que mi abuelo se había quedado dormido otra vez.  Pasaba así, a veces, -últimamente cada vez más- incluso horas.  Semi comatoso, me resuena esa palabra en el fondo de la memoria, quizá se la oí decir a mi padre alguna vez. 

Desenchufé aquel cable, a mi hermana la habían reñido alguna vez por enredar con ellos, los dos, mi padre y mi madre, nunca la habían reñido así.  No lo hice para cargarme al abuelo -bueno, puede que también-, era sólo para que le echaran a la niña bonita una buena bronca.  Cuando lloraba a lágrima viva haciendo pucheritos estaba preciosa. 

Desenchufé el cable, dejé a mi hermanita concentrada en su rompecabezas al lado de la cama, y salí.  No avisé a mi madre, que estaba igualmente concentrada en sus tareas domésticas -le gustaban, no era como las mujeres de mi generación, que no pueden coger una escoba sin protestar y sentirse víctimas, vaya petardas-, y salí sin hacer ruido, a la casa del vecino, a jugar con su hija como hacía a menudo; mis padres sabían donde buscarme cuando llegaba la hora de comer y no andaba por casa, entonces no se preocupaban como ahora.  Hola Nacho -yo prefiero que me llamen Ignacio, me ha llevado años, aquí en Salamanca es así-, me dijo, ¿jugamos?

Echaron la culpa a mi hermana, aunque nunca se lo dijeron abiertamente, lo cual ha sido mucho peor porque ella siempre se ha sentido como si hubiera cometido algún tipo de maldad fatal e insidiosa.  Esa pesadilla de los tribunales del Antiguo Régimen, te señalaban, te encarcelaban, te condenaban, pero nunca sabías de qué te acusaban. Es de las pocas cosas que recuerdo de mi carrera de Derecho (y que estaba en contra de la pena de muerte, ahora ya no).  En fin, horrible, kafkiano. 

Mi hermanita lleva nosecuantos años yendo a siquiatras, tomando pastillas, sufriendo pesadillas. 

Me encanta cuando viene a llorar en mi hombro -soy su hermano del alma-, cuando pone esa cara compungida mientras le caen unos lagrimones redondos y como hinchados, me encanta ver los pucheritos que hace mientras llora desconsoladamente apretándose a mí.  Está tan bonita, parece un ángel. 

Pero yo no quería matar al abuelo, de verdad, eso fue solo el daño colateral.  Además, murió en paz como dijo todo el mundo, “no me importaría nada morir así”, siguen diciendo los familiares y allegados más vejestorios.  Si es que provocan.

 

 




Incendios

Después de varios años de un noviazgo rutinario se casaron.  Se les echaba la edad encima y casarse era lo que todos esperaban de ellos. 

Salían a pasear del brazo, saludaban a sus amistades, y los padres y familiares estaban encantados con aquella pareja tan consuetudinaria y previsible.  Se llevaban bien, el secreto es que vivían dándose la espalda; eran dos, separados por uno más uno.

Todo hubiera seguido así indefinidamente, si no hubiera sido porque ella descubrió que su marido la engañaba, incluso con alguna de sus mejores amigas.  Aquello encendió la llama de los celos, y los celos encendieron un fuego hasta entonces desconocido para ella: su pasión por aquel hombre con el que llevaba viviendo años de indiferencia mutua.

Pero, amante despechada, fríamente fue preparando su venganza.  Aquella noche el hombre volvió medio borracho de su última aventura, le pidió la cena, y ella se la preparó como de costumbre. Pero regada con un cóctel de alcohol -no iba a notarlo-, y rematada con dos o tres pastillas, que el médico le había recetado para dormir. 

El hombre encendió un último cigarrillo antes de acostarse, y lo dejó humeando, en el cenicero de la mesilla de noche.  Cayó en un sueño profundo de sexo consumado, alcohol y somníferos. 

Ella sólo tuvo que poner el cigarrillo encendido entre el colchón y las sábanas.  Sopló para que prendiera la llama, y salió.

Entró en un bar.  Lamentó haber ido allí, porque se encontró con una de sus mejores amigas, gran traidora.  Hablaron un poco de esto y aquello, cambiaron algunas recetas con sus trucos para que salieran perfectas, y fue entonces cuando la llama de su nueva, inesperada y desbordante pasión pudo más que su deseo de venganza.  -Me voy corriendo -dijo a la amiga, fue lo primero que se le ocurrió- creo que me he dejado algo en el fuego. 

Cuando entró en el dormitorio el colchón ardía, su marido seguía inconsciente -el humo estaba haciendo también su trabajo-, y las llamas estaban a punto de alcanzarle.  Cogió una toalla mojada en agua y se dispuso a apagar aquel pandemonio, pero antes quiso apartar a su marido del peligro y lo llevó, arrastrándolo, al vestíbulo.  Volvió al dormitorio y se lanzó a apagar el fuego, pero la toalla se le había soltado al sacar a su esposo, y las llamas le quemaron las manos.  Aun así, consiguió sofocar el incendio. 

Cuando el hombre despertó, su anónima esposa se había convertido en una heroína, su salvadora.  Como si la viera por primera vez, su agradecimiento y admiración prendieron el fuego de una pasión que no se extinguiría hasta el fin de sus días. 

A partir de ese momento le entregó su corazón para siempre, junto con sus manos más amorosas.



7 de enero de 2023

Dry carajillo

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado por la policía, ésta es la película. 

James Bond se acoda en la barra, impoluto, y pide un Dry Martini, “mezclado, no agitado”.  En eso que entra Lina Morgan, que está haciendo la calle -y pasando un frío del demonio-, se arrima a la barra y pide un carajillo.  -Ya sabes, Manolo -dice al camarero-, me pones un café sólo, lo tiras al fregadero y llenas la taza hasta arriba de aguardiente. 

007 mira a Lina Morgan y se queda arrobado ante esa mujer bandera -española-, llama a Manolo -por su nombre, pero pronunciado Manoulou- y le pide otro de lo mismo, con el dedo índice apuntado a la taza de nuestra protagonista.  Se acerca a ella, y le dice, zalamero: -Hola, encanto, dónde has estado hasta ahora, llevo toda la vida buscándote, “tell me your name¨. -Morgan, Lina Morgan, dice ella, mientras echa mano al bolso y busca el espray de gas paralizante, por si se tratara del sicópata que le manda anónimos diciéndole que su vida estará en grave peligro, si se encuentra con él.  Bond interpreta que es una espía rusa con licencia para matarle y echa mano a su pistola, pero Lina es más rápida y le da un bolsazo -cargado con su herradura de la suerte- que lo deja KO, de bruces sobre la barra del bar. 

En ese momento entra una rubia de hielo -sí, es la espía rusa, ¿quién iba a ser?-, y se dirige a Lina -a quien ha confundido con una enemiga de Putin- con la artera intención de pegar la hebra y luego, cuando esté desprevenida, matarla, poniendo en su taza unas gotas de polonio. Pero Lina no baja la guardia y cambia las tazas, de manera que la espía rusa se envenena a sí misma y cae, igualmente de bruces, sobre la barra.  Lina se va no sin antes decirle a Manolo: -tú no me has visto el pelo hoy, Manolo. 

Se investigan las muertes -la de James Bond a causa de una hemorragia cerebral por el bolsazo, qué manera más tonta de morir-, y el CNI toma cartas en el asunto, después de precintar la escena del crimen. 

Una cámara de vigilancia, instalada en la puerta del chino que hay junto al bar, revela la presencia de Lina, y pone tras su pista al CNI, que la chantajea a fin de que espíe para ellos.  Con el tiempo se convierte en leyenda, y se escriben novelas superventas sobre su vida.  Se hacen películas y todo eso.  El carajillo de Lina se pone de moda en las coctelerías de todo el mundo.  La receta ya la hemos dicho, un café sólo, en taza, se tira el café -algo así hacía Buñuel con los ingredientes del Dry Martini-, y se llena la taza de aguardiente casero.  Un shot, como dicen los barmans -camareros con pajarita-, un buen tiro, como decimos aquí.  Mortal, nunca falla, sobre todo con unas gotitas de polonio.

 

 



16 de noviembre 2023

Driver

Pueden llamarme Paterson, ya saben, es el título de uno de mis libros.  Años después el cineasta Jim Jarmusch se inspiró en él para hacer una película del mismo nombre, una película hermosa y poética, salvo por un pequeño detalle que luego contaré. 

Por aquella época yo era conductor de autobús -línea Greyhound entre Santa Bárbara y Los Ángeles-, y poeta en mis ratos libres. 

¿Recuerdan El Graduado?, sí, claro que la recuerdan -en el caso de que sean tan viejos para haberla visto-, es uno de esos filmes inolvidables.  Dustin Hoffman, Katharine Ross.  Katharine Juliet Ross, su nombre completo; fue una de las cosas que me contó aquella noche, pero no nos adelantemos. 

Un viaje -maravilloso- de ida y vuelta, un viaje real, como la vida misma.  El Graduado, les decía.  Bien, ya hemos puesto en marcha la historia.  Arrancamos. 

A Mike Nicols, el director, le encantaba improvisar, no era nada cuadriculado, a pesar de su origen alemán.  Estaban rodando -como esta historia, pero cinematográficamente- la secuencia en la que Dustin y Katharine huyen de la iglesia dejando al novio compuesto y sin novia en mitad de la ceremonia matrimonial.  Perseguidos por la chusma de familiares -maravillosa y terrible Ann Bancroft- e invitados -que, probablemente, ya habían entregado sus regalos y no querían perderse el banquete-, corren como si les fueran la vida -y el amor- en ello, y se dirigen a una parada de autobús destino Los Ángeles.  Doblemente destino, porque quiso la suerte que mi autobús de Greyhound llegara a aquella parada justo en aquel momento.  Mike -luego hemos sido grandes amigos- no tenía pensado terminar allí el rodaje; de hecho, quería hacerlo en los estudios de la productora, incluso habían contratado ya a los extras.  Pero al vernos llegar su cabeza se aceleró.  Subió al autobús y me preguntó si podían rodar una secuencia allí mismo, sólo serían unos minutos, no nos atrasarían mucho el viaje, y tanto los viajeros como yo mismo, seríamos generosamente recompensados.  Yo lo fui en todos los sentidos, pero vamos por etapas, no nos saltemos ninguna parada. 

Bien, casi por aclamación decidimos vivir aquella aventura.  Dustin y Katherine subieron al autobús, aparte de un par de cámaras y del director, de manera que, en pocos minutos, la película -con un escenario y extras reales- estaba terminada. 

Y aquí paro un minuto, porque luego la historia va a avanzar y habrá que saltarse algunos límites, no sólo de velocidad. 

En principio todos los participantes en el film volverían a sus hoteles, tendrían una pequeña fiesta de despedida, y al día siguiente -actores, equipo, extras- cada uno seguiría su ruta. 

Pero Kathy cambió por completo el itinerario -el suyo y el mío, desde luego-, y decidió volver a Los Ángeles en mi autobús, tal cual estaba, con aquel maravilloso vestido de novia que hacía brillar su belleza en todo su esplendor. 

Se sentó junto a mí, y se quitó los zapatos y las medias para ir más cómoda, usándolas para limpiarse el maquillaje.  Empezamos a hablar, nos contamos un poco nuestras vidas, tan distintas, pero al mismo tiempo tan atractivas para ambos, mientras íbamos dejando a los viajeros en las paradas que había camino de la gran ciudad, hasta que llegamos a la Estación Central y nos quedamos solos. 

En un volantazo inesperado -yo también soy bueno improvisando- la invité a llevarla al Griffith Park, donde, a aquellas horas de la noche se podía disfrutar de las vistas más mágicas de Los Ángeles.  Bajé a la cantina a por una botella de bourbon y nos dirigimos a aquel maravilloso y cinematográfico mirador. 

Kathy era entonces una de las actrices más hermosas y deseadas de Hollywood, con aquella mirada oscura que incendiaba las pantallas.  Paul Newman, Robert Redford, Dustin Hoffman… y yo mismo, no podíamos hacer otra cosa que caer rendidos a sus pies.  Pies descalzos, ya está dicho, unos maravillosos y pequeños pies de dedos suaves, lentos, peninsulares, como en el poema de Neruda. 

Casi le arranqué el vestido de novia e hicimos el amor como si fuera nuestra noche de bodas, como si fuera lo último que tuviéramos que hacer en esta vida, antes del viaje final. En cierto modo, así fue, al menos para nosotros dos.  Amor consumado, a veces también es amor consumido, sobre todo cuando los amantes saben -y los dos lo sabíamos- que no pueden articular sus vidas, tan distintas, y que, a partir de aquel momento, sus caminos, inevitablemente, se van a separar. 

La llevé a su mansión antes de dejar mi autobús en la Estación Central, y volví a mi pequeño apartamento.  Intenté escribir algo, pero sólo conseguí llenar la papelera de versos arrugados. 

Este viaje acaba aquí.  Con el dinero que me dio la productora pedí la excedencia en el trabajo, y escribí mi libro “Viaje al amor”, con el que saqué el billete para poder dedicarme a tiempo completo a la poesía.  De alguna forma se invirtieron las tornas, y continué siendo conductor de autobuses, en mis ratos libres.  Ida y vuelta, de nuevo. 

Termino.  Decía que “Paterson”, la película de Jarmusch, me pareció extraordinaria y poética, salvo un pequeño detalle.  La interpretación del protagonista, Adam Driver, nunca me ha acabado de gustar.  No soy yo, no acabo de reconocerme, porque, fuera de la poesía -mi ficción- soy bastante más prosaico en la realidad.  

Siempre creí que Adam, a pesar de ser un buen actor, no daba el tipo.  De hecho, siempre he pensado que lo eligieron por su apellido: Driver.  




14 de octubre de 2023

Extraña mente

Cuando desperté, la mujer de mis sueños dormía a mi lado.  Recordé el beso que, en mi ensoñación, le acababa de dar.  Nunca había dado un beso tan dulce.  Con el sentido de pertenencia que tenemos, en ocasiones, hacia nuestras criaturas oníricas, acerqué mis labios a su boca y volví a besarla.  Me pareció normal que la sensación -el sentimiento, mejor- fuera exactamente igual de pleno y placentero. 

Ella despertó. Más que abrir, entornó los ojos frunciendo el ceño, y en su hermosa cara apareció de repente la expresión del horror más absoluto.  Soy el hombre de sus pesadillas, pensé.  Salió del piso medio desnuda, corriendo escaleras abajo, despavorida. 

Ahora sueño a menudo que estoy en una cárcel, acusado de violación.  Cuando despierto en la noche veo la luz azul que mantiene mi cuarto en una penumbra controlada, para que el enfermero me pueda ver a través del cristal de la puerta blindada.    


13 de octubre de 2023

La mujer de mis sueños

Cuando desperté, ella todavía estaba allí.  



3 de octubre 2023

Bella sin alma

Fulanita era una niña de ojos azules como cristales.  Compartíamos aula, y yo no podía dejar de mirarla, aunque a veces oyera algunas risas a mi espalda.  Ella pasaba de mí, olímpicamente, creo que nunca me vio.

Sólo una vez se me acercó, con disimulado interés.  Estábamos en el recreo, yo me había quedado en la clase, escribiendo en mi cuaderno.  Ella entró para buscar algo en su mochila, también azul, me miró con su indiferencia habitual y vino hacia mí, tratanto de ver, por el rabillo del ojo, qué estaba haciendo.  Por fortuna cerré el cuaderno antes de que ella pudiera leer nada. 

Acabó el curso, y no volvimos a vernos.  Pero recuerdo, como si me estuviera muriendo, su coleta cimbreándose altiva, con una agitación que delataba una soberbia sin reposo.  En aquel instante supe que sería escritor.  

Conservé la hoja, con mis palabras escritas temblando, como si fuera un balbuceo.

“Fulanita, te odio, te odio y te odio”.  Fue el primer párrafo del resto de mi vida.    






4 de Octubre 2023

Cumpleaños

Primer premio Certamen de Declaraciones de Amor, Bibliotecas de Málaga, 2023. 

 

Llevamos viviendo juntos diez años, pero nunca se nos había pasado por la cabeza casarnos.  Ella es contraria por principios y a mí me da auténtico pánico.  Creo que si quieres tener alguna posibilidad de convivencia y amor en una pareja lo peor que puedes hacer es firmar un contrato matrimonial. 

La cosa nos ha ido bien hasta ahora, toquemos madera.  Seguimos enamorados, nos repartimos razonablemente las tareas domésticas sin escaquearnos ninguno más de la cuenta, hacemos el amor dos o tres veces a la semana, cuando surge, no a fecha fija, nada de sábado sabadete, aunque también algún sábado sabadete, si se tercia.

En fin, hay un pequeño detalle que desafina un poco.  Mea culpa: nunca consigo acordarme de su cumpleaños.  En esa fecha -la que sea- se abre un vacío en mi cabeza que no hay forma humana de llenar con agendas, papeles, recordatorios extravagantes, etc. etc. 

Por lo demás no soy nada despistado, me organizo perfectamente y no se me olvida nada que tenga que hacer, incluso asuntos sin importancia. De hecho, la despistada es ella, a menudo tengo que estar recordándole casi todo.  No es que me importe demasiado, soy un hombre paciente, y sé que hay cosas en la naturaleza de las personas que son difíciles de cambiar.  Por ejemplo, esas neuronas mías cleptómanas, que roban a mi memoria su fecha de cumpleaños -y a saber dónde la meten-, una y otra vez. 

Tal como yo lo veo, los dos tenemos un problema; ella durante todo el año, y yo únicamente un día muy concreto, si bien reconozco que es un día especial.  Me pregunto si habrá algo freudiano en todo esto, quiero decir en mis olvidos irreductibles.  ¿Estoy intentando castigarla, llamar su atención por sus despistes cotidianos, banales quizá, pero para mí algo irritantes?

Ponte en su lugar, dicen.  Los sicólogos arreglan el mundo en un pis pas.  Con esos rollos del inconsciente profundo, que si te quieres tirar a tu madre, matar a tu padre, bla,bla,bla.  Lo que usted diga, piensas, pero te callas porque ¿qué sabe nadie?, puede que tengamos neuronas traviesas que borran esos deseos antisociales -no digo antinaturales, vete a saber- de tu cabeza, y los esconden en lugares recónditos del cerebro.  Ese basurero.  Por cierto ¿cómo será el basurero del infierno?, no, claro, allí todo se incinera.  Me pierdo. 

Y ahí estamos, mi mujer y yo.  Ella subiéndose por las paredes cuando comprueba que otra vez se me ha olvidado el día de su cumpleaños, y yo, día a día, llevando su agenda como si fuera su secretario, y armándome de paciencia por tener que repetirle todo un montón de veces.  Ella, ese día -el día-, a modo preventivo se corta las uñas, no sea que una caricia suya acabe conmigo en la uvi con un ojo colgando.  Yo, desaguando en el pozo negro de mi conciencia toda la irritación que me producen sus -como ella dice- “despistes”. 

Con todo, repito, nos amamos.  ¿Qué hacer, ante una situación que por momentos se está volviendo desesperada? (Bueno, quizá exagero).

Pero hay que hacer algo, tengo que hacer algo.  Es apremiante, inminente, su próximo cumple puede ser mañana, no sabemos el día ni la hora como dice la Biblia, qué gran verdad. 

No se lo pregunto a mi mujer, de nada serviría, de aquí a mañana hay una eternidad por medio y una laguna en mi cerebro que absorbe esa información como un agujero negro más acá del horizonte de sucesos, signifique lo que signifique horizonte de sucesos. 

Para el día en que mi cerebro me juega su mala pasada anual, mi mujer ha tenido que buscar un remedio a fin de no metamorfosearse en una licántropa.  Se lo agradezco, porque no me veo en el papel de Caperucita, conmigo de protagonista no acabaría bien el cuento.  Para mí, desde luego. 

En definitiva, a lo que voy es que mi mujer ha encontrado, no una solución, pero al menos un apaño que le sirve para pasar ese día sin que salgamos en las páginas de sucesos.  Me roba algo mío, que me guste especialmente, y que ella quiera, aunque esto último no es imprescindible. 

Empezó con una camiseta de fútbol firmada por Messi.  Yo la usaba para hacer deporte -pocas veces-, para cocinar, para irme a dormir… en definitiva, era mi prenda preferida y me la ponía casi para todo, como un talismán, aunque no soy supersticioso (me contradigo continuamente).  Nunca la había lavado.  Ella siempre me decía que le encantaba su olor, el mío, pensaba yo, pero quizá también eran aquellas feromonas varias veces Champions.  Y, además, si tanto le gustaba cómo olía, ¿por qué la lavó a las primeras de cambio?

Vaya usted a saber.  Por cierto, mi mujer es sicóloga, especializada en ayudar a drogadictos y todo ese tipo de gente con graves problemas de dependencias varias.  Trabaja para una ONG, tiene un buen sueldo, sobre todo al sumar el plus de peligrosidad.  Pero ella se los mete en el bolsillo, y con cuatro palabras y la dosis de metadona los saca del hoyo, hasta que vuelven otra vez a su consulta porque confunden la metadona con otras sustancias.  El mundo está lleno de despistados. 

Hablando de trabajo, yo soy abogado, penalista.  Aunque mi despacho es muy boyante nunca he dejado el turno de oficio.  Quiero decir que mi clientela va desde grandes capos que pagan millones por una buena defensa, hasta sospechosos habituales, pobres diablos con dos domicilios, los calabozos de la policía y la calle. 

¿Para qué cuento esto? Me estoy dispersando.  A ver, la idea me surgió cuando ella -en uno de esos días- me hizo firmar un contrato matrimonial -todavía tengo pesadillas- con algunas cláusulas ominosas y leoninas, según las cuales, en caso de separación o divorcio, sea cual fuera la causa, ella se quedaría con todo, además del setenta por ciento de mis ingresos futuros.  Ese día toqué fondo.  Si ella era reacia al matrimonio como ya he dicho, se trataba sólo de hacer daño, aquello de que yo pierdo un ojo, pero tú pierdes los dos, en fin, una jugada muy sucia.  Y yo quedaba totalmente a su merced. Bueno, eso tampoco es novedad, siempre he bebido los vientos por ella, me tiene también metido en el bolsillo, hay overbooking.    

Entonces se me ocurrió lo de la guerra sicológica. 

Uno de mis clientes, un granujilla de medio pelo que trapichea con drogas -aunque la mayor parte las consume- y falsifica documentos -es un artista, me dijo que la CIA le había ofrecido trabajar con ellos, pero que rechazó la oferta por sus ideas anarquistas, aunque no me lo creo, tiene delirios de grandeza, cada vez que le detienen se niega a declarar hasta que venga su abogado-. Bueno, pues este infeliz es mi cliente en el turno de oficio.  Vamos, que no tiene abogado.  -Mándame la minuta a mi despacho, me dice; - claro -le contesto-, como siempre; y la mando a la Administración, que, por cierto, tarda siglos en pagarme una miseria, la diminuta la llamo yo, ya sé que no tengo gracia. No sé por qué no lo dejo.  Pero esa es otra historia, no sigamos por ahí, que es un tema que también me subleva, ¿por qué no pagan a su debido tiempo?, ni que fuera su dinero. 

Bueno, a lo que iba, y a ver si consigo resumir, le he dicho a este ciudadano del mundo de los bajos fondos que, a cambio de mis honorarios, me haga unos trabajitos.  (Aún así por supuesto que paso la minuta al Departamento, el único que no tiene principios en esta historia soy yo).  Le he encargado que me falsifique varios documentos de identidad de mi mujer, con una particularidad, la fecha de nacimiento cambia siempre, y nunca coincide con la fecha real del de ella (le pedí que me la apuntara en un papel, para que no se me volviera a olvidar, y ya no sé dónde lo he puesto). 

Se trataba de confundir a mi esposa, de manera que tal día como ese, cuando me acusara de olvidarme de nuevo de su cumpleaños -y se dispusiera a quitarme mi objeto más preciado-, yo le presentaría el DNI con la fecha cambiada. -Cariño, es que eres muy despistada -le diría-, mira que insisto en que tienes que llevar una agenda, y no olvidarte de mirarla a todas horas. 

Funcionó un par de años, o uno, quizá, en fin, puede que ninguno, y únicamente disimuló durante un tiempo. Pero a la tercera o cuarta vez se cambiaron las tornas, para mi desgracia.  -Ese DNI tiene mal la fecha -me dijo ella-, y lo sabes, lo guardo como una curiosidad, un error administrativo que no deja de tener su gracia.  Cuando me haga famosa valdrá una pasta.  Y me enseñó un Certificado de nacimiento del Registro Civil, con la fecha auténtica.  Ese día se quedó con todos mis discos de María Callas, cierto que siguen en casa, pero ya no son míos.  Si nos separamos también me quedaré sin ellos.  El miedo a perderlos me atenaza, y lo peor es que solo lo hace por fastidiar, no le gusta la ópera. 

Pero lo peor estaba por llegar.  Un mes después, más o menos, mientras estábamos desayunando en la cocina -lo recuerdo todo perfectamente, acabábamos de hacer el amor, yo le estaba preparando sus tostadas preferidas (aunque no entiendo que le gusten así, carbonizadas, a mi modo de ver), tomábamos café, el que a ella le gusta, café Delta, tueste natural, lo traigo siempre que voy a Portugal, voy a menudo a Portugal, por cierto; estábamos desayunando en la cocina, decía, sentados junto a la ventana.  Los rayos de sol que entraban ya anunciaban la primavera, así como el piar de los pájaros y su alboroto entre las ramas de los árboles.  Ella me dijo: -te has vuelto a olvidar, cariño.  No tienes remedio.  Es mi cumpleaños.  Yo me quedé anonadado, -No puede ser -dije, sin tenerlas todas conmigo- y fui a por el DNI falsificado -el documento de identidad se lo guardo yo, con la excusa, cierta, de que ella se despista y pierde todo-.  Se lo mostré, triunfal, mira, mi vida, hoy no es tu cumple.  Y ella sacó de no sé dónde su certificado de nacimiento del Registro Civil.  Increíble, la fecha coincidía. 

Bueno, luego me enteré -los grandes misterios tienen soluciones simples, ya lo decía Borges- de que su proveedor de certificados era el mismo pobre diablo que me hacía a mí los DNI falsos.  Lo trataba de su drogadicción, y le proporcionaba metadona y otras sustancias cuando tenía síndrome de abstinencia.  En fin, lo tenía en el bolsillo -me repito-, de modo y manera que le había hecho 365 certificados -uno más los años bisiestos-, para que pudiera pasármelos por las narices a su antojo. 

Estaba perdido, yo había empezado aquella guerra, pero, como dijo la Thatcher -otra mujer de armas tomar- la iba a terminar ella, mi esposa quiero decir.  Que, a esas alturas se había quedado ya con todo mi patrimonio, material e inmaterial; me había pedido, incluso, mi gusto por la lectura, mi bien más preciado. Una vez más, mientras estuviéramos juntos no habría problema, quedaba en casa y yo podría disponer de él cada vez que abriera un libro.  Pero si nos separábamos, ay, me quedaría completamente desnudo, física y espiritualmente. 

Bueno, “to make short a long story”, como dice Michael Douglas en “La Guerra de los Rose”, tuve que sacar bandera blanca y aceptar una rendición sin condiciones.  Ahora, cada día, lunes, martes, miércoles, enero, febrero marzo…la felicito por su cumpleaños, le doy una rosa del ramo que hay siempre en la mesa de la cocina -ya me hace descuento la florista-, y la beso dulcemente después de prepararle su café Delta y su tostada -para mi gusto, casi quemada-. 

Podríamos haber seguido con nuestra guerra particular.  Parafraseando a Von Clausewitz, la guerra es la continuación del matrimonio con otras armas.  Pero hemos encontrado la solución ideal: paz y amor. 

Y ella, esto sí que no se lo van a creer, ha empezado a tener menos despistes, ahora recuerda casi todo sin necesidad de agenda ni secretario -yo-, incluso me recuerda a mí las cosas cuando se me va el santo al cielo, vivir para ver.  Eso sí, nunca se me olvida comprar flores todos los días.  Somos una pareja feliz.  Más me vale.  



14 de septiembre 2023

Notas para un cuento budista

 

He tomado algunas notas, en mi cuaderno negro -no todos podemos ser Josep Pla (el mío es un cuaderno de pasta negra que compré en un chino, ¿cuaderno amarillo?)-, que no sé si me servirán para escribir un pequeño relato. 

Éstas son:

Me reencarno a voluntad, sin necesidad de morir. 

Reencarnarse, el alma es el cuerpo.  Es la carne y la sangre, y también se manifiesta en lo accesorio, lo que comemos, lo que vestimos; el lugar donde vivimos, de qué forma lo decoramos, de qué cosas nos rodeamos en ese nicho que es de alguna manera anticipo del nicho final, esa tumba de faraones -o ciudadanos corrientes-, en vida, rodeados de nuestros objetos queridos, aquellos que nos definen, aquellos en los que ponemos parte de nuestra vida, y que serán polvo y reliquias cuando muramos, salvo que se reencarnen, ellos también, en el hogar de otro. 

Lector, te voy a contar una historia inverosímil, suspende la incredulidad. Soy un pobre escritor aficionado, échame esa limosna.   

Yo soy otro, cita de Rimbaud (para dar empaque al relato). 

Tengo que reencarnarme siempre antes de morir, con el consiguiente riesgo en caso de muerte fulminante, riesgo muy amortiguado por mi ángel de la guarda budista, que siempre me avisa a tiempo.  Llamémosle Osel, el niño Dalai Lama.  (Aquí vamos a la Wikipedia a documentarnos).

Resulta que el verdadero Osel ha pasado, digamos, a la vida civil.  Y, en un giro de guion, se hace torero.  Era su destino desde pequeño, Oselito. 

¿Han visto “Zelig”, del gran Woody Allen?, pues algo así, pero sin problemas de inseguridad.  No me mimetizo con el ambiente, por inseguridad o simple neura, me reencarno en lo que me rodea, para vivir eternamente.  

Me gustaría vivir en las películas de Woody Allen.  Saltar de una a otra, siendo un personaje -protagonista o secundario, da igual-, incluso identificándome con algún objeto, la decoración, las calles de Manhattan -o las de Oviedo, en su escultura vandalizada, por ejemplo-, corporeizándome en la mirada, en la cámara del viejo Woody.  Ahí podría vivir para siempre, son cincuenta películas hasta ahora, y dada la longevidad de sus genes (¿longenvidad?), podría filmar otras tantas, ojalá.  Me gustaría ser Diane Keaton, Alan Alda, Margaux Hemingway, Charlize Theron -especialmente ella, me miraría en un espejo de cuerpo entero después de ducharme, dejaría caer la toalla…-; podría ser una langosta que escapa del tanque de un restaurante y vuelve al mar, una banana, un espermatozoide, un póster contra la guerra de Vietnam, una lámpara art decó, un cadáver detrás de la puerta, al fondo de un pasillo.  Las posibilidades son infinitas. 

Veo que se me complican estos apuntes y todos son cabos sueltos.  No sé cómo hilvanar unas cosas con otras; en fin, no sé cómo rematar esta historia.  Rematar quizá no sea la palabra adecuada en un cuento sobre la reencarnación; pero sigo divagando, era Picasso el que decía que cuando un pintor le comentaba que tenía que rematar un cuadro que estaba a punto de terminar, él pensaba que, efectivamente, se lo iba a cargar.  Ojalá se hubiera reencarnado Picasso en algún artista posterior, o quizá lo ha hecho, puede ser simplemente que no se le distinga entre tanto genio de la lámpara, esos a los que se les enciende la bombilla a todas horas, los que no pueden parar de tener ideas, de crear.  Pintar no pintan nada, tampoco en la historia del Arte me parece a mí (bueno, los habrá que sí, aunque estén en mi salón de los rechazados). 

Quizá deje todo este batiburrillo como está.  A ver si se reencarna en algún lector que le ponga algo de orden, que le dé un poco de sentido.  Si algún día lo doy a la imprenta, por aquello de completar, o rellenar, un hipotético e improbable libro, le diré al editor que no lo incluya en el precio, como una especie de bonus literario. Total, es el lector quien lo va a escribir (esperemos que no lo acabe de rematar).

Pero bueno, bien pensado, siempre es así, quiero decir, es el lector el que da sentido a las fantasías -a las gansadas, en este caso- de los escritores (vaya, cuando me reencarne en alguno de verdad).



9 de mayo 2023

En la ciudad desierta cantaban alegremente los pájaros

En la ciudad desierta cantaban alegremente los pájaros.  Los bichos, parapetados en sus guaridas, los observaban como si vieran un rayo de luz y de esperanza; la verdad es que muy listos no son, no se entiende bien cómo han llegado a lo más alto de la cadena trófica, (a pesar de ser un narrador omnisciente me hago un poco de lío con eso de la cadena trófica, pero es igual, sigamos). 

Hechos a su imagen y semejanza -antropormofizados, o como se diga-, nosotros, todo lo que no es Bicho, hemos organizado un diabólico plan para el triunfo de nuestra Revolución.  Primero fue el virus mutante capaz de saltar la Gran Muralla y conquistar el mundo.  Con ese matarratas -por usar su infame jerga- nos hemos cargado bichos a montones, el que da primero ya se sabe, y ahora están encerrados, tan contentos porque oyen cantar a los pajaritos.  Bobos.  Como decía el poeta, en los cementerios es donde más alegres cantan los pájaros; pero no hacen mucho caso a los poetas, los bichos inmundos, viscosos, hediondos, esa Bestia.  Deberían, porque sus colmenas ya están empezando a convertirse en cementerios. 

Hechos a su imagen y semejanza -me repito- no tendremos piedad. 

Y la hierba crecía -la buena hierba invasora de todas las rendijas; con ella, la ley de la Jungla-, y empezaron a venir más animalitos con alma desalmada, pequeños, medianos o grandes, de todas las razas y colores.  Y cuando salían los bichos con sus bichitos para estirar las piernas, tomar un poco el aire o escuchar el canto de los pájaros -que ya empezaba a ser un guirigay insufrible, a decir verdad- nuestras milicias de choque saltaban sobre ellos y los devoraban.  ¿Qué se habían creído los muy tontos? La Naturaleza no perdona, lobos o corderos, eso es todo, matar o morir; y no pasa nada, es lo que hay, indiferencia cósmica.       

No dejaremos uno vivo -bueno, quizá en alguna macro granja, se me está ocurriendo ahora sobre la marcha, hembras reproductoras, algún semental indultado temporalmente-, y la Revolución triunfará como en el Planeta de los Simios, si es que no hay nada nuevo bajo el sol. 

El problema vendrá después, cuando ya seamos los Dueños del Mundo.  Empezarán las divisiones y las guerras entre nosotros, animales, vegetales y minerales -todos almados y por lo tanto desalmados-, porque solo una especie prevalecerá. La Especie Elegida.  Quizá sean los virus, o los vegetales transgénicos, puede que vuelvan los Dinosaurios de Jurassic Parc, quizá surja un fuego destructor de las entrañas de la tierra y todo se convierta en un desierto mineral.  En cualquier caso, la nueva Divinidad gobernará el mundo y repartirá justicia entre el bien y el mal, entre el cielo y el infierno.  El nuevo Imperio de la Muerte.   

Hasta que llegue el Gran Apocalipsis, y la Nada vuelva a la Nada.   

   




 23 de abril 2023

Feria de Arte

La gran atracción de la presente edición de Arco está siendo el cuerpo embalsamado -en una solución criogenizada- del artista que se hace llamar Nexus-Alpha, aquejado de una enfermedad terminal.  El interfecto, vestido con un traje de seda azul marino y corbata rosa con cuadros en hilo de oro de la firma española Paloma White, reposa sobre una tabla de madera de cedro replicado en el centro de la sala vestibular.  A cada lado de la entrada hay sendos carteles que indican en letras grandes: SE RUEGA TOCAR. 

Hay grandes colas dando vueltas al cadáver artístico.  La mayor parte de los visitantes se limita a tocar alguna de las prendas que viste, el nudo de la corbata, el faldón de la chaqueta, la punta de los zapatos de piel transgénica de cocodrilo.  Hay mujeres y hombres que besan sus mejillas inertes pero brillantes.  Los menos, únicamente miran extasiados hasta que algún vigilante les pide que no se detengan.  Entonces parecen despertar de un hechizo, y comienzan a andar torpemente, como desorientados.  Se dejan llevar por la multitud hasta que salen a la calle.  Los servicios médicos atienden desmayos, lipotimias, bajadas de tensión, éxtasis catatónicos en los casos más graves.  En la puerta hay varias ambulancias que circulan continuamente. 

A veces se forman alborotos, algunas personas rodean y comienzan a golpear a otro espectador, que se disponía a hacerse un selfi.  En pocos segundos acude el servicio de seguridad que se lleva al herido y ordena de nuevo la fila, que vuelve a moverse con normalidad.  Los agresores suelen acudir a los servicios médicos, para que les atiendan de un pequeño dolor en la mano, o en el pie, causado por los golpes rabiosos que han dado al blasfemo. Éste, tras ser apartado por los vigilantes, es conducido a un despacho donde le toman los datos cerebrales mediante un escáner tridimensional y es expulsado sin contemplaciones, después de colocarle una corona de seguridad, que le producirá una reacción cuántica en caso de volver a acercarse al pabellón de la Feria. A partir de ese momento estará vivo y muerto a la vez.   

A continuación, se ajustan las especificaciones de la IA que controla la entrada de los visitantes.  Pero el sistema sigue teniendo fallos, porque muchos de los iconoclastas no saben que son portadores virales, de modo que las ondas que emiten sus cerebros no se ven alteradas, y sus movimientos reflejos tampoco les delatan.   

En otra de las salas se reproduce en bucle el vídeo de la performance en la que se lleva a cabo el embalsamamiento criogenizado del artista. A la puerta hay un gran cartel avisando de que las imágenes podrían herir la sensibilidad del espectador.  Aun así, se han producido algunos brotes sicóticos, que se atienden “in situ” con descargas regenerativas de electroshock virtual.

El vídeo muestra un procedimiento técnicamente muy complejo, llevado a cabo por una legión de sanitarios y programadores informáticos -con sus respectivos equipos de protección individual-, a cuyo final varios médicos comprueban que el corazón del artista ha dejado de latir, y que el electroencefalograma es totalmente plano.  El pitido característico acompaña al fundido en blanco que cierra el video.  En la sala hay expositores donde los visitantes pueden retirar un documento en el cual se les invita a que firmen su propia momificación reversible.  La idea de que fueran hibermomificados con algunas de sus mascotas se desestimó por la queja de organizaciones animalistas.   

La “resurrección” del artista -y de los voluntarios que hayan decidido acompañarle- tendrá lugar en fecha aún no determinada, cuando los científicos consideren que se dan garantías de éxito ética y legalmente asumibles.  Se están poniendo a punto los algoritmos de viabilidad que controlarán todo el proceso. 

El acontecimiento, bajo patrocinio y supervisión de la OMS, se hará coincidir con una nueva feria de Arco, y será retransmitido en tiempo real por todas las redes globales.     

Todos los archivos, videos y performances del Opus artístico -así como los cuerpos cuya revitalización se haya tenido que procrastinar-, pasarán a formar parte de los fondos del Museo Reina Sofía, y serán expuestos discrecionalmente por su director, el Replicante MBVX de última generación.  



21 de marzo 2023

aliende. Adv. 1 ant. allende (II de la parte de allá).

paparrasolla.  f.p.us. Ente imaginario con que se amedrenta a los niños a fin de que se callen cuando lloran. 

 

Toque de queda

“De lo que no se puede hablar, hay que callar”.  Ludwig Wittgenstein. 

 

La esfera flotaba en el aire y parecía respirar.  Se hinchaba o se vaciaba tomando diferentes formas, extendiendo o concentrando sus colores, degradados aquí, saturados un poco más allá, siempre pixelados, como si estuvieran diseñados por una inteligencia artificial.  Y le hablaba, solo que en un lenguaje totalmente desconocido -encriptado- para el hombre que estaba intentando trabajar frente a su ordenador. 

Pidió a Alexa que le abriera la puerta del balcón, y salió.  Como de costumbre, había gente tras las ventanas, en las terrazas.  Parecían tomar el sol, inmóviles, nunca se hablaban entre ellos.  Miraban al cielo, los ojos demasiado abiertos, como esperando algo.  El día era luminoso, quizá demasiado luminoso, pensó. 

La calle estaba vacía, la ciudad estaba vacía.  El silencio era absoluto, congelado, como el cuarto acolchado de un siquiátrico.  Sin embargo, en el parque desierto el viento movía las ramas, las fuentes seguían echando chorros de agua que subían y bajaban componiendo diferentes geometrías, coloreadas como si fuera de noche.  También los semáforos funcionaban, rojo, ámbar, verde, aunque, por supuesto, no había ningún coche o peatón para atender sus órdenes.  En la densa arboleda del parque no se oía cantar a los pájaros.  No había pájaros en la ciudad vacía. 

El hombre volvió al interior y cerró la puerta del balcón.  A veces se le olvidaba pedírselo a Alexa.  A veces sospechaba de Alexa. 

Sin embargo, la esfera flotante, como un pulmón de plastilina aérea, seguía allí.  Y emitía sonidos - ¿hablaba? - en un discurso hermético, como en un lenguaje arqueológico para el que nadie hubiera encontrado su piedra Rosetta.  ¿O era un idioma nuevo, todavía inexistente?

Oyó el timbre de la puerta.  Pero ¿quién podría ser?, el edificio llevaba vacío desde hacía tiempo, nadie podía entrar sin tener los códigos, y, por supuesto, nadie se aventuraba siquiera a salir a la calle.  Demasiado peligroso.  Además, su mujer, que trabajaba en el Organismo Virtual Nueva Inteligencia, con permiso para salir, tenía llave, claro.  Alexa le advirtió de la amenaza.  Nivel extremo.  Aún así, se acercó a la mirilla de la puerta.  Era su mujer, sin ninguna duda, pero ¿su mujer? Nunca volvía a esa hora, tenía llave, siempre avisaba de que iba a entrar. 

Perplejo, retiró sus ojos de la mirilla.  Intentó calmarse un poco; bueno, un imprevisto, una anomalía, ¿por qué no?, estaba demasiado susceptible.  Volvió a mirar.  No había nadie.  Le pareció como si una sombra reptante se deslizara por el pasillo oscuro.  ¿Oscuro?, pero ¿y las luces que se activaban con cualquier movimiento? ¿no era este un edificio inteligente, a prueba de hackers?

Cogió sus llaves, las metió en la cerradura, y armado de valor, las giró para abrir la puerta.  Bajó la manilla y tiró hacia él.  Pero la puerta no se abrió.  Volvió a girar las llaves, a un lado y a otro. Imposible, la puerta seguía bloqueada, como la de una caja fuerte con una clave secreta.  Estaba preso en su propia casa. 

Alexa, llama a mi mujer -dijo-, ella está en la Organización, seguro que sabe lo que está ocurriendo, esto tiene que tener algún sentido. 

Señor, dijo Alexa, usted no tiene mujer.  No hay ninguna Agencia secreta, nada tiene sentido.  -Pero, ¿y el toque de queda?, dijo él.  -Señor, dijo Alexa, no hay toque de queda, la vida sigue como siempre, la ciudad no duerme, no haga caso a sus pesadillas, abra la puerta y salga, se lo he dicho muchas veces.  Coja la llave, salga.  Es tan sencillo si lo hace correctamente, según las normas.

Y el hombre cogió las llaves, las giró en la cerradura, movió el pomo de la puerta. Iba abrirla, pero la esfera, con una orden apremiante en su lenguaje inverosímil, se lo impidió.  El hombre intentó hablar, pero solo balbuceó un silencio ominoso.  



10 de marzo 2023

Juguetes

1

Después del entierro, mientras sus hermanos habían entrado en el bar de abajo a tomar unos vinos -y una ración de jeta-, ella subió a echar un vistazo en el piso vacío.  Se puso a ordenar un poco el dormitorio de su madre, sintiendo todavía el olor a su vieja colonia, cuando encontró, al fondo de uno de los cajones del armario empotrado, un consolador.  Cilíndrico, plateado, terminado en una punta cónica y redondeada; un poco delgado, le pareció. 

Algo avergonzada, como si estuviera profanando una intimidad que no hubiera deseado conocer, y también para evitar que sus hermanos lo supieran, lo metió en su bolso, salió del piso y lo tiró a un contenedor de basura asegurándose de que nadie la estaba observando. 

2

El dormitorio de su hija de catorce años estaba hecho unos zorros, para variar.  Ropa tirada de cualquier manera; libros de cole -que parecían, de tan nuevos, como envueltos en celofán- por el suelo; una pancarta medio rota reclamando la Abolición de las Cárceles.  La cama, más que deshecha, parecía un jergón destripado.  Movió un poco el colchón para colocarla, y cuando iba a poner la sábana bajera se topó con un objeto que, en un primer momento, no identificó.  Claro que enseguida se dio cuenta de que no era uno de esos nuevos artilugios de cocina que se habían puesto de moda con Masterchef, y luego se acababan tirando porque nunca se usaban.  Era un satisfyer, ella había visto alguno en una revista mientras esperaba turno en la peluquería.  Recordó que había pasado rápido la página, como si le diera vergüenza que la vieran leyendo ese artículo.  No tenía arreglo, se dijo.  Por un momento se le pasó por la cabeza comprar uno.  Su Pepe y ella desde hacía tiempo, nada de nada.  Y mira que se querían, iban de la mano cuando salían de paseo, se besaban, en la mejilla, con cariño. Ella no se quejaba como casi todas -bueno, todas- sus amigas, el suyo había sido un matrimonio feliz.   

En fin, pensó hacer la cama de la niña -aquí se estremeció un poco-y dejar aquello oculto de nuevo bajo el colchón, pero desistió porque seguramente su hija se daría cuenta de que lo había visto, y le hubiera dado mucho apuro hablar de eso con ella.  Así que dejó aquella leonera como estaba -esto también le costó lo suyo-, y se fue en dirección a la cocina, o, mejor dicho, sus pies la llevaron a la cocina por la fuerza de la costumbre. 

Pensó en ir haciendo las croquetas de jamón con pistachos y cúrcuma -una receta del libro “Guarrindongadas” de Robin Food-, pero se sentó un momento y se preparó un café.  Sus recuerdos la llevaron años atrás, a aquel día en que habían enterrado a su madre y ella, casi adolescente, había subido al piso para ordenarlo un poco, mientras sus hermanos aliviaban el duelo con el vino del Sebas, y -creía recordar-, pinchos de morro, la especialidad de su mujer.

Dio otro sorbo al café. Su marido no volvería hasta la hora de comer, la niña quizá hasta la tarde, después de las actividades extraescolares -aquel día tocaban Prácticas de Asertividad para Adolescentes Sociópatas-.  Qué coño, se dijo, y fue de nuevo al cuarto de la hija.  Cogió el aparato y se dirigió al baño, asegurándose de que cerraba bien la puerta.



1 de marzo 2023

El muñeco de nieve

El viejo sentía pasar la muerte por los pasillos de la residencia.  La reconoció desde el primer momento, sin verla.  Era aquella niña, su amiga de infancia. Llevaba un vestido blanco, y tenía una rosa, también blanca, en la mano, igual que en su ataúd.  Siempre iba descalza.  A través de la puerta la sentía.  Circulaba por los pasillos como si levitara. Se paraba frente a alguna habitación, y dejaba la rosa frente a la puerta.  Cuando algún empleado veía la rosa ni siquiera entraba, se acercaba a recepción y avisaba al médico, que acudía para certificar la defunción. 

El cuarto del viejo estaba en la planta principal y tenía una ventana con un pequeño paso -casi a la altura del suelo- que daba al jardín trasero, separado por una alambrada del patio donde jugaban los niños del colegio.  Durante los recreos se podía escuchar una algarabía que al viejo le recordaba el alboroto de cientos de gorriones disputándose las mejores ramas de los árboles, al anochecer. 

El viejo solitario siempre había esperado el momento de reunirse con la niña.  La llamaba en silencio, pero ella pasaba de largo, seguía andando, descalza, como si se moviera entre algodones.  Se detenía frente a otra habitación.  Dejaba la rosa blanca. 

El día había sido helador, anochecía, ya se habían apagado las luces del jardín.  Comenzó a nevar suavemente, pequeños copos blancos que se veían apenas por el reflejo amortiguado de la luna.  La nieve sonaba, al caer, como los pasos silenciosos de la niña. 

El viejo lo supo.  Se puso la ropa del domingo, la que usaba para recibir las visitas que nunca llegaban.  Ordenó un poco su mesilla, metió las gafas en la funda y cerró el cajón.  Ya no las iba a necesitar. 

Abrió la ventana y salió al jardín.  Casi tropieza, pero se sujetó con el marco y se recompuso.  Se sentó en el banco que estaba frente al colegio infantil.  Se acomodó y esbozó una sonrisa como de nostalgia cumplida.  Ella vendría a su encuentro.  Los copos de nieve, cada vez más grandes, seguían cayendo. 

La pelota quedó junto al banco.  Los niños, entre gritos y risas llamaron a la profesora para que viera el muñeco de nieve. 

Casi invisible, a su lado, había una rosa blanca.  


                                    



21 de febrero de 2023

Amor para contarlo. 

-Hola.

-Hooo (dice, medio dormido) la, ¿pero tú sabes la hora que es aquí?

-Me hago un poco de lío, perdona, aquí son las tantas, así que pensé que allí sería una hora normal. 

-Sí, normal para estar dormido, son las tres de la mañana. 

- ¿Os he despertado?

- (Tarda un momento en responder), mmm, sí, me has, nos has despertado, ya te he dicho que no son horas. 

-Siempre son horas para hablar de amor -dice ella en un susurro.

- ¿Ahora me hablas de amor?, pues hija, aprovecha, escríbeme un poema, a ver si se te da mejor que ponerme a parir a los cuatro vientos.

- ¿Te está oyendo? Bueno es igual, no tienes derecho a quejarte, vamos, no cambies las tornas, que te lo merecías. 

-Ya, sí, claro, tú te lo guisas y tú te lo cobras.   

-Hombres.  En cuanto llegáis a una edad babeáis con cualquier jovencita en minifalda. 

-Nunca ha llevado minifalda.  ¿eso te dijo el policía que me investigó?

-Todo, me dijo todo, con pelos y señales.  Y el tanga ese que se pone en la piscina, que no se le ve el . . .

- (La interrumpe), No seas ordinaria, cariño.  No te va. 

- ¿Cariño? ¿Estás solo? ¿ha ido al baño?

- (Duda, calla un momento) . . .Bueno, te iba a llamar mañana, a una hora normal.  Lo hemos dejado. 

- Cariño, si ya lo sabía yo, por eso te he llamado, he tenido una corazonada.  ¿Qué ha pasado? Cuéntame, corre. 

-Eso me decía el míster, corre.  Gilipollas.  Pero háblame de tu poli, bonita -con retintín- …cariño.  Que lo sé todo. 

- (Shakira no responde durante unos segundos), luego dice, compungida: -No fue nada, no significó nada, sólo quise vengarme, me acababas de poner los cuernos públicamente, estaba borracha, el tío está cañón, no veas qué. . .

- Ya vale, dice Piqué.  Te parecerá bonito.  Y los niños enterándose de todo por la prensa. 

- Estamos hechos el uno para el otro, mi vida -dice ella-, y eso es lo único que importa.  Cojo ahora mismo el jet y me planto allí. 

-Espera, espera -dice él-, ¿me vas a hacer una canción de amor?, que me has puesto a escurrir… Pero con el Bizarrabo ese no, ¿eh?

-Darling -interrumpe ella-, claro que sí, en el viaje te la escribo, letra y música.  Pero no seas tonto, todas mis canciones sobre ti han sido de amor.  Me rompiste el corazón, corazón.  Y, además, lo voy a petar. 

- Y con la exclusiva del HOLA nos vamos a forrar. 

-Te querré siempre, dice ella. 

-Mai deixarei d´estimarte, dice él.  



10 de enero de 2023

Desván

El otro día me porté mal, y mi yo bueno me mandó al desván para que reflexionara.  Allí me encontré con el yo malo de mi mujer, que también estaba castigada.  Le pregunté por qué, y así supe que estaba liada con mi cuñado. Su hermano. Qué cabrón, el mosquita muerta, el cuñado ideal, que si me hago cargo de la barbacoa, que si llevo los puros que traje de Cuba, los que fumaba Fidel Castro, que si iros tranquilos de vacaciones, yo vengo a regar las macetas.  Y así todo, nunca perdía la oportunidad de dejarte a ti la última palabra en cualquier discusión.  El hijo puta. 

El caso es que los dos yoes malos nos sentimos inmediatamente atraídos sexualmente.  Nada de amor ni esas mariconadas, sexo a palo seco, sin preliminares. 

Aprovechamos que allí había una vieja cama que no se habían querido llevar los traperos.  Los muelles hacían un ruido del demonio, y el colchón tenía una parte carbonizada, de cuyas emanaciones había muerto el abuelo.  Confesé a mi mujer mala que yo mismo -una noche que el viejo se había ido a la cama un poco bolinga- había puesto la colilla encendida sobre el colchón, para que el monóxido de carbono se lo llevara al otro mundo.  Que parecía que nos iba a enterrar a todos, la momia aquella, había pasado la Covid tres veces, pero tenía unos pulmones de acero, según los médicos.  No tanto, gracias al científico alemán que inventó ese tejido -viskosa, cómo no- en la época de los nazis, haciendo pruebas, se decía, para la solución final. 

Durante las noches follábamos sin parar, y entre los gritos del yo malo de mi mujer -nunca lo hubiera creído, siempre tan recatada, qué palabrotas- y el ruido de los muelles del somier, el matrimonio bueno no pegaba ojo.  Por la mañana se iban a trabajar sin haber podido conciliar el sueño -ellos, que dormían como angelitos-, mientras nosotros bajábamos y nos poníamos ciegos de cervezas y comida basura que pedíamos por teléfono. 

Aquello no podía durar mucho, los angelitos estaban de los nervios, empezaron a discutir por cualquier cosa, se gritaban como posesos, llegaron a las manos.  Casi se matan. 

Al final se castigaron enviándose los dos al desván.  Ahora hay overbooking, y la cama es muy incómoda para los cuatro.  No podemos bajar a la planta principal porque no nos lo permite nuestra mala conciencia, que se sabe por completo condenada.  Además, ya no funcionan las tarjetas de crédito, no quedan cervezas ni hamburguesas XXL con salsa colesteroli.  Nos han cortado la luz, por falta de pago.  Claro, ya nadie va a trabajar, no entra ningún sueldo en casa. 

Pero ya no hay marcha atrás, no tenemos una parte buena a la que mandar al cielo de nuestro antiguo hogar, en la planta noble. Nadie nos va a poder salvar.

Esto es un infierno.  




 6 de diciembre 2022

El tabaco perjudica gravemente la salud

No había fumado en su vida, pero al final del banquete el padrino le ofreció un Davidoff con vitola azul cielo, y no lo pudo rechazar. 

La boda era al aire libre y alguien se lo encendió con un mechero Dupont, que sonó al cerrarse como el clac amortiguado que hacen las puertas de un Rolls Royce. 

Tosió al dar las primeras caladas, pero la chica que parecía un ángel le explicó que no tenía que tragarse el humo, sólo retenerlo un poco en la boca, y expulsarlo lentamente saboreando el perfume.  

Recuerda vagamente haberse despedido de unos y otros.  Volver a casa dando un paseo, embriagado por el exceso de alcohol y los efluvios del puro, como si fuera incienso.  Cruza por su mente una visita a un altar budista, el oro viejo que deslumbra acariciando la mirada, los monjes, como si levitaran, exvotos indescifrables. 

Ya en la cama sigue fumando.  El puro se consume muy poco a poco, como respirando sin necesidad de que él haga ningún esfuerzo, apenas sosteniéndolo entre los labios casi inertes. Se duerme dulcemente.   

El colchón Viscoelastix Etiqueta Negra, de triple capa de viscosa y algodón inflado, se va quemando igual que el Davidoff, sin llama.  Apenas una brasa que expulsa una ligera y temblorosa columna de humo que baila con la del puro, elevandose, una danza fúnebre.   

 

  



4 de abril de 2022

Mesías.

Soy el hombre más feo del mundo, es oficial, estoy en el Guinness.  Y mega millonario, aunque no miro mucho las cuentas; tengo unos administradores de total confianza que a su vez están supervisados por una gestora de fondos global, “Testaferros Corporación”, que controla cualquier desviación de números y operaciones dudosas.  Las empresas supervisadas no pueden cometer ningún error, “Testaferros” opera dentro de la ley, pero sus métodos son expeditivos y sus tentáculos llegan al último rincón del planeta.  Los errores se pagan, y los administradores señalados se ven abocados a la muerte civil y comercial.  Muchos de ellos están pidiendo en las esquinas. Y lo harán mientras vivan.  

Entre mis administradores leales y “Testaferros Corporación” se llevan una buena parte de mis inmensas ganancias.  Hacienda me confisca -esa es la palabra- un porcentaje llamémoslo usurario.  Da lo mismo, con las migajas que me dejan gano millones a espuertas. Ser el hombre más feo del mundo es muy rentable.  

A pesar de mi fealdad inenarrable he tenido mucha suerte.  Nunca sufrí acoso en el colegio, aunque la primera reacción de los niños -son muy espontáneos- es abominar de mí, hasta tal punto mi aspecto es monstruoso.  Pero, quizá por eso, caía simpático a los abusadores de turno, que me acogían bajo su protección, de forma que siempre me sentí respetado y querido.  Era el tiempo en que los pequeños mafiosos de patio de colegio habían llegado a lo más alto; ningún ministro de educación, ningún gobierno -para qué hablar de un pobre director de instituto- se atrevía con ellos.  Se podría decir que así empezó todo.  

Mi inmensa fortuna comenzó de la manera más tonta.  Un médico me llevó a un programa de televisión para explicar mis terribles deformaciones físicas, y el programa multiplicó su audiencia estratosféricamente.  Es como aquella historia del hombre elefante, pero en mi caso, con final feliz.

Después de aquel programa vinieron muchos más.  La gente se sentía atraída por mis rasgos ominosos e indescriptibles.  De algún modo sentían una empatía irresistible por mi aspecto en la frontera de lo inhumano.  Mis pavorosas facciones provocaban una piedad infinita, un deseo compulsivo de ayudarme, como si ellos mismos se redimieran así de su propia descomposición moral.  Vivíamos -ya he adelantado algo- en el Imperio del Mal.  El mundo se había entregado, en cuerpo y alma, a Belcebú. Quizá fuera eso lo que provocara esa incontrolable devoción: mi espantosa imagen diabólica.  La inconcebible y genuina cara del terror. 

Programas de televisión, redes sociales, navegadores digitales, metaversos, Super algoritmos, en fin, este mundo sin conciencia, este horror, me convirtieron en su dios.  

Pero, quizá, esa reversión moral que provoca mi apariencia satánica sea el inicio de una regeneración que nos devuelva la humanidad perdida.  Llegar a amar lo más corrupto como medio de redención inevitable.  Como si haber alcanzado el fondo de todas las perversiones humanas no dejara otra salida que retroceder para volver a iniciar el camino de la luz. 

Toda la putrefacción física y espiritual que toco la convierto en bien.  En mi paraíso sólo quedarán fuera los administradores desleales.  La semilla del mal, el eterno retorno. 

De su estirpe surgirá, en tiempos astronómicos, el nuevo Mesías.  





                                




17 de marzo de 2022




14 de marzo de 2022

Ofelia revisitada

(Divertimento -es un decir- en un Acto)        

                                              

Hamlet y Ofelia dialogan sobre sus respectivos roles de género, y deciden que será ella quien luche por el trono, mientras que Hamlet se ocupará de las tareas domésticas y los hijos, cuando vengan. 

Ofelia, debido a su habilidad política y capacidad estratégica se hace con la Corona, pero por poco tiempo, porque su hermano Laertes le disputa el reino cometiendo todo tipo de crímenes abominables.  Mata a la madre de Hamlet al tener conocimiento de que mantiene relaciones carnales con Polonio, el padre de la reina Ofelia y su propio padre, lo que provoca la locura del príncipe consorte, y su consiguiente muerte al ahogarse en un lago en cuyas aguas prístinas se estaba mirando mientras pronunciaba su famoso soliloquio sobre el ser y el no ser. 

Ofelia, enajenada por la muerte de su amado Hamlet se enfrenta a Laertes con la intención de matarlo, y cuando estaba a punto de asestarle el golpe definitivo es atacada a traición por Berta Duguesclin, legendaria criminal y Guardia de Corps de Laertes. Es famosa la frase de Berta Duguesclin cuando hunde el puñal en el pecho de Ofelia: “Ni quito ni pongo hembra, pero ayudo a mi varón”. 

En definitiva, por mucho que Hamlet y Ofelia cambiaran sus papeles tuvieron el mismo y trágico destino final.  Ser o no ser hombre o mujer no les salvó de la desgracia y la muerte, que estaba escrita en la afilada pluma de su asesino, William Shakespeare. 

Post Scriptum

Laertes y Berta Duguesclin contrajeron nupcias e inauguraron un largo periodo de Paz y Amor, conocido por los historiadores como la Edad de Oro, turnándose paritariamente en el trono -como Rey y Reina- todos los años, y llevando a su escudo de armas la leyenda “Tanto monta, monta tanto”.  



7 de marzo de 2022

La paz sea contigo

En sueños, se le apareció Aladino con su lámpara maravillosa.  Se pellizcó, para ver si estaba soñando, y el pellizco le pareció real porque soñó que le dolía.  

-Es tu día de suerte, le dijo Aladino, frota la lámpara y pide un deseo.  Antes eran tres, pero estoy perdiendo facultades, no veas los años que llevo en esto.  He pedido al Gran Mago una lámpara de última generación, pero me ha dicho el Secretario que para eso tengo que frotar una lámpara de última generación.  Puta burocracia. 

Un deseo, un deseo… -pensó el hombre, un poco confundido- pues salud para mí y toda mi familia, dijo después de dudar un poco. 

-A ver -dijo Aladino- tienes que elegir, por cada persona es un deseo.  Salud para ti, para tu mujer, tus hijos, en fin, decide. 

Vaya, se dijo un poco decepcionado, y volvió a dudar.  Bueno, pues: ¡la paz en el mundo, eso pido ¡

-Vale, dijo Aladino, ¿pero la paz de quién? Porque la paz -es que soy materialista filosófico, lo siento- es la paz del vencedor.  Elige, Estados Unidos, Rusia, China, el Estado Islámico…

Estamos buenos, pensó el hombre, que ya no se sentía tan afortunado. No sé, ¿qué hago?  Y entonces se le hizo la luz, como si la lámpara por arte de magia le hubiera aclarado las ideas. 

-Quiero estar en paz conmigo mismo. Para siempre.

-¿Estar en paz para siempre?, dijo Aladino, no sé si es la mejor decisión, la verdad.  Tienes tantas cosas para elegir: Poder, Éxito, Dinero, Mujeres...

-Nada, decidido, estar en paz para siempre. No me digas que tampoco puedes hacer eso.  

Y frotó la lámpara. 

Al día siguiente lo encontraron muerto en la cama, con una sonrisa en los labios.  






26 de enero de 2022

“Tiempo de lluvia.” 

Se tenía por un nostálgico empedernido y el olor de la lluvia le traía los mejores recuerdos y ensoñaciones. Todo aquello lo guardaba para sí, nadie le iba a tomar en serio.    

Era principios de otoño y había ido a pasar unos días en un hotel rural, en plena dehesa. 

El verano había sido muy seco y cuando hacía sus paseos solitarios parecía que pisaba una alfombra de polvo. 

Esa mañana, después del desayuno, se había puesto a andar en dirección al viejo puente medieval.  Un puente precioso, de sillares de piedra y tres arcos de medio punto, el principal más alto y ancho que los otros dos.  Su perfil peraltado, como a dos aguas, se diría diseñado para un escudo de armas. 

Se erguía sobre un cauce pedregoso y reseco, donde no parecía haber ni lejana memoria del arroyo.  Para llegar al puente había que desviarse del camino, porque, extrañamente, no había ningún sendero que pasara por él.  Cruzarlo era un poco como andar sin rumbo, sin origen ni destino.

Antes de llegar al puente había empezado a llover, y del polvo y la hierba seca había emanado un viejo perfume que invitaba al recuerdo.  Y el viajero, sin poder evitarlo, había empezado a soñar. Como un viaje en el tiempo, al pasado, a la imagen inequívoca de su primer amor, aquella novia casi adolescente que después había desaparecido de su vida sin ninguna explicación.  Otro rastro perdido como el que cruzaba el viejo puente. 

Asomada al pretil, sobre el cauce seco, vio a una joven desconocida.  Al pasar a su lado se cruzaron un momento sus miradas, y el caminante pensó que jamás en la vida había visto un rostro tan hermoso.  Ninguno de los dos dijo una palabra, como si no se atrevieran a romper el hechizo.  El agua seguía cayendo mansamente, como si fuera la esencia de aquel perfume que le embriagaba. 

Siguió caminando entre las piedras y los rastrojos.  Las gotas de lluvia salpicaban el polvo como si quisieran despertarlo con su fresca caricia.  Todo era parecido a un sueño. Un espejismo acogedor en la tormenta. 

El viajero, al cabo, volvió al hotel, y pareció despertar al abrir la enorme puerta de roble que daba directamente a un salón antiguo con memoria de infancias perdidas.  Y se acercó a la chimenea, sintiendo esa atracción que dirige nuestros pasos hacia el fuego del hogar como llevándonos en andas. 

Se sentó en el viejo escaño.  Las brasas crepitaban, el humo parecía confundirse con el aroma del campo en su capacidad de ensoñación. 

Frente al caminante estaba sentada en un ajado sillón de cuero la mujer que había visto al cruzar el puente.  Al mirarla tuvo la extraña sensación de no saber si había vuelto, o todavía estaba allí, en medio del campo, frente a aquella mujer desconocida. 

-Hola- dijo nuestro viajero armándose de valor. Qué bonito paseo, es una maravilla el puente, ¿verdad?

- ¿El puente? - dijo la chica.  He llegado esta mañana con unas amigas, y todavía no hemos salido del hotel. Pero cuéntame, parece el principio de una gran historia.  ¿Quieres una copa?




17 de enero de 2022

“Principios”. 

Se lanzó de cabeza a la escritura y comenzó a nadar en un mar de letras.  Con ellas, empezó a formar palabras.  La ene con la o, NO, y tragó un poco de líquido.  La eme, la e, a ver, sí, aquí, ME.  Se tapó la nariz y volvió a tragar, a veces sentía que se ahogaba.  La g, la u, la ese, la te y la a, GUSTA. Le costaba pescar en aquel mar de letras, aunque las había para todos los gustos (pero ninguna para el suyo, todas se le atragantaban).  La ele, la a otra vez (por suerte había muchas), LA. Nauseas. Ya queda menos, ahora la ese, la o, la p, otra a, SOPA.  Tragó de nuevo. Arcadas. 

- ¡Deja de rebuscar con la cuchara y tómate la sopa de una vez, niño, o te la pongo cada día para comer y para cenar! -me dijo mi mamá, una mujer de palabra-.  Y mi papá, cuando volvía a casa, me leía la cartilla. 

Así me inicié yo -Ignacio, esto no es ningún microcuento- en la Literatura.  



11 de enero de 2022.

“Cuestión de tamaño”.

El zapato izquierdo me venía pequeño, pero el derecho grande.  Eran un regalo de mi mujer, y estábamos pasando una pequeña crisis en nuestra relación.  Una más, aunque nos queremos mucho.  En definitiva, había que andarse con pies de plomo, no podía dar un paso en falso. 

Además, lo reconozco, le tengo un poco de miedo, los días que se levanta con el pie izquierdo puede ser muy sarcástica, te tira la zapatilla a la primera.  Ya me la imagino contestándome, ¿pero no eras tú el que decía que el tamaño no importa, cariño?

Para no darle pie a ello me propuse solucionarlo por mi cuenta.  Eran unos zapatos de cordones, así que el izquierdo me lo ponía sin cordones, y el derecho, con los cordones bien apretados.  Algo mejoraba, pero andaba un poco raro, como si no se supiera de qué pie cojeaba. 

Los calcetines -pensé- me quito el calcetín del pie izquierdo, y me pongo los dos en el derecho (los calcetines son ambidextros, por suerte).  Un poco mejor, pero tampoco se podía decir que los zapatos me quedaran como un guante.  Así que empecé a pensar en soluciones más radicales.  Cortarme las uñas, por ejemplo, pero solo las del pie izquierdo, y dejarme largas las del derecho; con esa avanzadilla -a modo de prótesis- seguro que podría rellenar los últimos reductos del zapato, sería como meter la puntita un poco más, hasta el fondo. 

Pero no lo suficiente.  Como ya iba lanzado, decidí ir al podólogo.  Quíteme por favor -le dije- las durezas, rugosidades y callos, pero sólo las del pie izquierdo, le pagaré como si me hubiera hecho los dos.  Nada, era como si me enfrentara a la horma de mi zapato. 

En fin, próximo a la desesperación, me operé del juanete en el pie izquierdo (aunque era bastante más grande el del otro pie).  Empezaba a tener un problema de identidad, de falta de empatía conmigo mismo, como si no fuera capaz de ponerme en mis zapatos, por así decir. 

Antes de perder pie por completo decidí comprarme otro par de zapatos, exactamente iguales, para que mi mujer no notara la diferencia.  Nunca sé qué número calzo, no me aclaro con las diferentes tallas, quiero decir que ahora vienen marcados de distinta forma según su origen, UK, USA, UE…un lío.  Así que miré en la lengüeta del izquierdo, y ya por curiosidad -llámenlo intuición- en la del derecho.  Había dos tallas de diferencia entre ellos, ¿cómo no me di cuenta antes? Qué resbalón. 

Conservaba el tique, así que me fui a la tienda a cambiarlos. Ya estaban usados, pero era evidente que había sido un fallo suyo.  

Me encontraba delante de la zapatería, a través de los cristales del escaparate se veía el interior, y a mi mujer atendida por el zapatero, un chico joven y apuesto que solía decirle -yo la acompañaba, a veces, cuando hacía compras- que tenía unos pies maravillosos.  Tenía el pie de mi mujer en sus manos, como si fuera el Principe calzando a Cenicienta el zapato de cristal.  Entré en la tienda.  Saludé (buenos días, hola, cariño), y dije a lo que venía.  Hubo un momento un poco embarazoso e incómodo, pero al final todo se resolvió sin problemas.  Me cambiaron los zapatos, mi mujer -la de los pies maravillosos- compró los suyos, nos despedimos, no sin que antes el joven se disculpara por el error (mirándola a ella), y salimos. 

-Cariño, tenemos que hablar, me dijo mi mujer nada más entrar en casa. 

Me sentí tropezar.  



7 de enero de 2022.

“YOKOVID”. Sinopsis de novela. 

 Introducción:

El tenista nacional de Antivacunia Yokovid se niega a presentar la certificación de vacunación necesaria para participar en el Abierto de Australia. 

Recibe una exención médica por parte de las autoridades del Torneo. 

Escena Primera. 

El tenista es retenido en el Aeropuerto por las Autoridades Sanitarias, debido a irregularidades en la documentación que aporta. 

Es enviado al Park Hotel del barrio de Carlton, en Melbourne, destino habitual de las personas que intentan entrar en el país sin el certificado de vacunación completa. 

Escena Segunda. 

Crisis diplomática entre el gobierno de Antivacunia y el gobierno australiano.  Algaradas y manifestaciones violentas contra la retención del deportista.  Los padres declaran que su hijo es una reencarnación de Jesucristo, Buda y el Che Guevara, y consideran la situación “casus belli”, solicitando a su Gobierno que declare la guerra a Australia. 

Escena Tercera. 

Audiencia en el Juzgado de Melbourne.

El juez Anthony Kelly, apelando a la polémica Enmienda Cuántica (Principio de indeterminación jurídica), resuelve a favor del tenista, que de esa forma queda eximido de cuarentena y autorizado a participar en el torneo. 

Escena Cuarta. 

Pista Central Rod Laver.  Final del torneo. 

Yokovid gana el partido al tenista español Rafael Nadal, por una lesión de éste en el pie izquierdo, enfermedad de Muller-Weiss, que le impide terminar el partido cuando iba ganando por 6-0, 6-0, y 5-0, a pesar de poner sus pies en las mejores manos, las del mundialmente célebre Doctor Fonseca. 

Escena Quinta. 

Fiesta en el Gran Hotel Sursum Corda, donde se hospeda el tenista con toda su familia y seguidores.  Participa también el presidente de Antivacunia, Alexander Vucic, que había acudido, junto con su gobierno en pleno, a apoyar al tenista en la final del torneo. 

Escena Sexta. 

Al día siguiente de la fiesta todos los participantes dan positivo por Covid, son obligados a hacer cuarentena y enviados al Park Hotel del barrio de Carlton, donde estuvo retenido el deportista a su entrada al país. 

Los padres del jugador, Srdan y Dijana, son ingresados en la Uci del Hospital Marcus Welby, con graves complicaciones respiratorias. 

Epílogo. 

Srdan y Dijana fallecen por coronavirus.  El tenista vuelve a su país donde es aclamado como héroe nacional y nombrado Presidente Honorario Vitalicio. Decide ingresar voluntariamente en el Monasterio Led de la Verdad Luminosa, en un rincón perdido de los Cárpatos, acompañado por el gurú español Pepe Imaz, con quien compartirá celda hasta el fin de sus días.  







21 de diciembre de 2021.

“La oveja de Monterroso”. 

Érase una oveja errante que vagaba de rebaño en rebaño porque en todos acababan rechazándola. (No lo he dicho, pero se da a entender: era una oveja negra).  

Recién había llegado a un rebaño nuevo, en una situación de grave riesgo para las ovejas y otros animales herbívoros.  ¿Qué acontecía?, pues que debido al cambio climático y el calentamiento global -otros achacaban las causas a los ciclos naturales, pero el resultado es el mismo- una terrible sequía asolaba el planeta.  Cada vez quedaban menos prados frescos donde las ovejas pudieran seguir pastando. 

Como siempre, la oveja negra había sido recibida con reticencias.  Digamos que el nuevo rebaño, nada más ver su color distinto, se había puesto de pezuñas.  De momento la toleraban, porque gustaban de creer que tenían también el corazón blanco.  (Y además, es que pensaban muy lento). 

Ya he hablado -el lector lo recordará, y si no sólo tiene que mirar algunos renglones más arriba- de la sequía que asolaba la Tierra.  Aquí la oveja negra tenía algo que ofrecer al rebaño. Debido a su vagabundaje por casi todos los rincones del planeta conocía bien los valles y pastos que aún se conservaban frescos en los cuatro puntos cardinales, que podían ser vitales para la supervivencia -perdón por la redundancia- de su nuevo rebaño. 

Así que les propuso un trato.  -Si me consideráis una más entre vosotras os llevaré a la Tierra Prometida.  Antes o después el Hombre dejará de hacer disparates, o desaparecerá.  Mientras tanto, si me seguís, no nos faltará nunca una brizna de hierba que llevarnos al morro.

Aquí hay que hacer notar el exceso de confianza de nuestra oveja.  Casi dan ganas de avisarla: -el rebaño es el rebaño, y siempre se va a comportar como tal.  Pero no podemos intervenir en el cuento, y además seguramente tampoco serviría de mucho, porque nuestra oveja es buena y confiada, está en su naturaleza. 

El rebaño se retiró a debatir la propuesta según sus normas asamblearias, que consistían en apretarse más unas contra otras mientras algunas de ellas llevaban el balido cantante.  Procede una nota de contenido sexual. Juntarse tanto les provocaba orgasmos, con el único inconveniente de que algunas morían de asfixia.  Esto ha dado lugar a una técnica refinada -y extrema- de placer sexual que han copiado algunos hombres y mujeres (y etcétera). 

El rebaño decidió lo que nos temíamos.  -Vamos a dejar que nos lleve a los pastos frescos, diciéndole que va a ser una más entre nosotras, y cuando lleguemos allí, hacemos lo de siempre. 

Y nuestra oveja las creyó.  No quería pensar en la mala fe de sus congéneres, y se puso en camino sin mirar atrás. 

Cuando las ovejas la vieron marchar tuvieron un momento de duda -que también se resolvía apretándose más unas con otras: eran unas ovejas muy viciosas- pero rápidamente volvieron a su ser. 

-Ya se va la oveja negra, por fin la echamos, se dijeron aliviadas.  Y se quedaron quietas en su desierto.  

Como ya el lector ha podido colegir esto es una fábula en homenaje al maestro Monterroso.  La moraleja es que el rebaño siempre se comporta según su naturaleza. 

En este caso, hasta su propia muerte.  



24 de noviembre de 2021.

“Groggy”.

La ex mujer del boxeador le arrea un tremendo “uppercut” antes de que éste se entere de que ha sonado la campana.  Woody Allen se tambalea y Mía Farrow se le acerca diciéndole a voces: ¡te voy a dar yo a ti tocamientos, cabrón!

Pero recapitulemos.  La idea de que Woody y Mía resolvieran sus contenciosos con los puños se le ocurrió a José Luis Rodríguez Zapatero durante un viaje que hizo a Estados Unidos para promover el diálogo de civilizaciones.  En concreto estaba en una mesa ecuménica que tenía lugar en el Madison Square Garden, acompañado de varios representantes de diferentes culturas, razas y tradiciones, más un coro de Hare Krishnas.  En realidad, lo que dijo Zapatero fue exactamente lo contrario: -una llamada al diálogo siempre será preferible a que, por poner un ejemplo, Woody Allen y Mia Farrow resuelvan sus diferencias en un ring, aunque sea en este marco incomparable.  Periodistas y espectadores lo interpretaron como quisieron, y quisieron ver a los dos protagonistas -Mia y Woody- zanjando de una vez por todas sus controversias en un duelo, como antiguamente, en una especie de justa medieval, una ordalía, un juicio de Dios definitivo e irrevocable sobre la guerra de sexos. 

Mia Farrow cogió el guante -valga la expresión- a la primera, apoyada de inmediato y a los cuatro vientos por el movimiento “Me Too”, convencidas como estaban de la esencial superioridad de la mujer sobre el hombre, siendo el hombre en este caso el alfeñique de Woody Allen. 

Al principio Woody no estaba muy por la labor, y su primera intención era rehusar el combate como un absoluto despropósito.  Pero entonces, la mujer del boxeador -Soon Yi, la actual mujer de Woody Allen- le advirtió de que si se negaba iba a dar la razón a todos los que pensaban que era un abusador de niñas y un pederasta sin entrañas, lo que la implicaba a ella misma, Soon Yi, hija adoptiva de Mía Farrow y menor de edad cuando conoció a Woody Allen, que se convirtió en su padre adoptivo, y, pocos años después, en su marido.  -Van a decir que a mí también me violaste, Woody, que soy otra víctima tuya, que estoy traumatizada y tengo síndrome de Estocolmo.  No lo podemos permitir. Hazlo por mí, cariño, si total, va a ser una pantomima, un espectáculo, ya sabes cómo las gastamos aquí en los Usa, qué te voy a contar. 

Y así fue como nuestro boxeador -en definitiva, un hombre del “show business”- aceptó finalmente el combate. 

Y recibió el primer sopapo, por ahí íbamos antes del resumen.  Y algunos otros más, incluso los que él se propinaba braceando sin orden ni concierto; fuego amigo, habría dicho él mismo si se hubiera enterado de lo que pasaba.

Pero no acabemos tan pronto, detengámonos en algunos personajes significativos. 

Por ejemplo, Donald Trump, quien a través de su holding de empresas lanzó una campaña llegando a monopolizar las apuestas.  Él mismo hizo la primera jugándose una importante cantidad por la victoria de nuestro boxeador.  Su lema: “Make Men Great Again”.  Por si acaso, siguiendo su instinto de ganador, ordenó a un testaferro que multiplicara la apuesta, pero en este caso a favor de Mia. 

Otros actores en conflicto fueron los hijos -adoptivos o naturales, reconocidos o desconocidos- de la pareja;  algunos casinos de las Vegas -El Caesars Palace se ofreció como sede del evento-;  la Asociación Nacional del Rifle, cuya participación se rechazó porque exigían acudir al combate con todas sus armas, como si fueran a la guerra el día del Juicio Final, o el propio Zuckerberg, que en su concienciación política censuró en las redes las voces críticas contra este nuevo Match del Siglo.  

En fin, volvamos a la pelea.  Woody Allen está perdido, y en una reacción desesperada se abraza al árbitro en un “clinch” de supervivencia.  Justo en ese instante el puño de Mía propina un “jab” demoledor en el rostro del “referee” provocándole un ko fulminante.  El dictamen del tribunal es inapelable: Woody Allen ha ganado el combate por descalificación. 

Naturalmente esta decisión provoca las protestas del movimiento “Me Too”, que denuncia el tongo y acusa al heteropatriarcado arbitral, y de los seguidores de Trump, quien no se resigna a perder la fortuna que había apostado bajo cuerda -bajo las doce cuerdas- por Mía Farrow.  Un nuevo asalto -éste, fuera del ring, al Capitolio- está en marcha, al que se suman movimientos antidiscriminatorios de todo tipo.  Supremacistas e Igualitaristas unidos contra el Sistema.  Un sin dios. 

Pero en ese momento aparecen Mia Farrow y Soon Yi, quienes “Deus ex Máchina”, aceptan el veredicto en aras de la Paz y el Amor, con una frase que pasará a la Historia: El futuro será solidario o no será. 

El viejo Woody está intentando escribir un guion sobre su experiencia en el cuadrilátero.  De momento sólo tiene el título: “Groggy”.  



9 de noviembre de 2021.

“Nadie conoce a Nadie”.   

 Ulises vuelve a Ítaca surcando los mares y arrostrando grandes peligros.  En medio del océano descubre, viniendo hacia su barco, una especie de cetáceo enorme con brillos metálicos, que le recuerda su reciente aventura con el gigante Polifemo.  Cuando se dan alcance un extraño hombre surge del ojo del cíclope de acero. 

- ¿Cuál es tu nombre?, pregunta a Ulises.  A lo que nuestro héroe responde: -Nadie, mi nombre es Nadie.  Eso cuando voy de incógnito; mi nombre artístico, el que corre de boca en boca en la gran Epopeya de la Odisea es Ulises. 

-Ah, pues a ti te quería yo ver, tocayo.  Mi nombre es Nemo, capitán Nemo.  Y traigo algo para ti. 

Se abre una compuerta del leviatán marino y Ulises puede ver el viejo telar de su amada Penélope. 

-Me dijo tu señora que te lo entregara, caso de encontrarte por esos mares de Zeus.  Que se ha cansado de esperar tu amor y se ha pasado al polidesamor con todos sus pretendientes al completo.  Menuda bacanal tienen preparada, Ulises, y ya te digo que sin organización ninguna. Hasta el joven Telémaco está metido en el follón.  Acepta mi consejo, Uli, o Nadie, como prefieras, no vuelvas porque sería una hecatombe. 

Ulises, que estaba en el puente de mando acompañado de su perrita faldera Circe -se les había unido al pasar por la isla de las sirenas porque no podía aguantar aquella murga- y ya era conocido por su conciencia ecológica, que le llevaba a matar bueyes a diestro y siniestro por sus emisiones de metano tan dañinas para el calentamiento global y el cambio climático (aparte de que a la brasa daban unos solomillos imbatibles al punto, aunque sobre esto último hay bastante polémica) contestó:

-Volveré, capitán Nemo, porque he de ser fiel al destino que ha dispuesto mi creador, Homero el hijoputa, que así le llamo por los apuros que me ha hecho pasar.  Me ha hecho sudar tinta, y lo que aún me queda hasta que inventen el libro electrónico.  Pero volveré, amigo Nemo, llegaré de incógnito cuando estén más descuidados preparando la fiesta, y una cosa te puedo asegurar sin temor a equivocarme: Nadie participará en la orgía.  






2 de junio de 2021.

“Fueron felices y comieron libros.” 

“Al despertar Elena del Bosque una mañana tras un sueño intranquilo se encontró convertida en una carcoma”.  Con este homenaje a Kafka inicia la joven autora -pero ya con un envidiable currículum poético- Alba Martin, su primera novela, “Comeremos libros”.  En ella, una hermosa bibliotecaria, con un contrato precario y un sueldo aún más volátil, sufre una metamorfosis cuando intenta superar un desengaño amoroso trasegando una botella de Ponche Caballero, recuerdo de familia, quedando inconsciente y de bruces sobre un viejo libro en la mesa de su despacho. 

Lepismas (pececillos de plata), gorgojos, carcomas, piojos de los libros y polillas varias van desfilando por esta parábola de sueño y amor por la literatura.  Reencuentros, citas literarias con las que esta joven escritora sobradamente preparada muestra todas sus filias y fobias de alta y baja cultura, guiños autobiográficos, desamores imposibles y caminos que pensamos trillados pero el tiempo siempre hace distintos.  La imaginación se mezcla con la realidad en los diarios juveniles de la autora, triturados por ella misma en su transitoria forma de parásito bibliófago. 

Carcomida por esa culpa, es el propio insecto el que intenta, a través de un agujero de gusano temporal, hacer el camino inverso en sus túneles literarios para reencarnarse de nuevo en su antigua identidad, que ya nunca será igual. 

Porque en los caminos de ida y vuelta, el mismo sitio siempre es distinto.  






9 de marzo de 2021

“6 palabras 6".

Consiguió dormirse, pero la pesadilla continuó. 

Y el toro entró a matar. 

Te querré siempre, decía sin repetirse. 

Suelta eso, cariño, me estás asustando. 

El dentista extrajo el arma homicida. 

Dando marcha atrás no oyó gritar.

Se despedía siempre cerrando sus párpados. 

No moría nunca porque siempre desfallecía. 

Era tan narcisista que tenía muchos “alter ego”.

Ciego busca lazarillo para su perro.  

El torero murió por mal afeitado. 






22 de diciembre de 2020

“Amor sin límites”. 

Esperé a cumplir dieciocho años para declararme al hombre que amaba con locura.  Hemos tenido que luchar contra la discriminación y el rechazo, contra el repudio y la intolerancia, contra los dueños de la razón y la moral, pero finalmente hemos podido casarnos y somos muy felices, mi papá y yo. 



3 de diciembre de 2020.

“Otra historia”.

La Editorial Paradiso me pide otra historia para valorar la publicación de mi libro.  Intenta imaginar algo menos duro de lo que acostumbras, me dicen, aprovecha todo esto de la pandemia para escribir un relato de superación personal, de solidaridad, de esperanza, una catársis en la cual el protagonista dé un vuelco positivo a su vida.  Ficción de autoayuda, insisten, que eso vende muy bien, y aunque sólo sea para compensar esos cuentos tuyos, tan negros. 

Es verdad que yo sólo veo el lado oscuro, y mis relatos son muy existenciales y pesimistas.  Mi libro de cabecera es “Crimen y Castigo”, solo que yo, como en la película de Woody Allen, creo que muchas veces el malo se sale con la suya, y olvida su mala conciencia.  Claro que existe el crimen perfecto, el cadáver en el armario, como decía Simenon. 

Pero escribiré esa historia que me piden.  Necesito el dinero.  Esa es otra, el dinero no da la felicidad, lo malo es que la felicidad tampoco da dinero, y por mucho que nos queramos mi mujer y yo, los problemas económicos a veces nos asfixian.  Mi lema es, todas las familias felices se parecen: tienen dinero. 

Y mi suegra tiene una pasta, pero no suelta un duro porque piensa que soy la peor desgracia que le ha caído a su hija.  Me caló nada más verme, ese es su lema.

Está en una Residencia, y hasta que llegó la pandemia la íbamos a visitar de vez en cuando.  Bueno, yo, casi nunca, me ponía unas caras como si viera al demonio. 

Le he dicho a mi mujer que le pida algo de dinero, unas migajas de todo lo que le sobra y para poco le va a servir ya, a su edad.  Pero mi mujer es muy orgullosa, y no piensa “rebajarse” hasta que su madre me acepte.  Un día le dijo, mi suegra, que esperaba verla divorciada antes de morirse, porque si no yo los iba a dejar -a ella y al niño- sin un céntimo.  A mi mujer le sentó fatal, estamos muy enamorados. 

Nuestro hijo se llama Damian, pero yo le llamo, de vez en cuando, Raskólnikov, de lo travieso que es. 

Así que tengo que escribir esa historia de autoayuda para la Editorial Paradiso, si me publicaran el libro podría sacar algún dinerillo con el que ir tirando.  Es cuestión de dar con alguna mentira verosímil, anda que no las hay. 

Hablando de mi hijo, han hecho unas pruebas de Covid en el colegio, pero los resultados, parece ser, no han sido concluyentes.  Van a hacerles nuevos tests, ahora a todos, mañana. En el grupo de Wasap los padres están alarmados, yo diría histéricos, los niños no corren peligro, creo yo.  He tocado la frente a mi hijo, no necesito ponerle el termómetro.  Perfecto, me digo.

Y aprovechando que mi mujer va a estar un par de días fuera, en una de esas entrevistas de trabajo en las que ella insiste más allá de toda duda razonable, he pensado que era un buen plan llevar al niño a ver a su abuela.  Llevamos unas semanas en que han bajado los contagios y las muertes, se acerca la Navidad, y se han relajado bastante las restricciones. 

Desde fuera se veía que no había nadie en la entrada, y subimos a su habitación.  La vieja me pone, en cuanto me ve, su expresión mejor elaborada de desprecio, lo percibo como un perfume insidioso que me podría matar caso de seguir expuesto. Así que dejo al niño solo con ella, y salgo un momento al pasillo.  Protegido con la mascarilla, todas las precauciones son pocas en estas situaciones. 

Cuando calculo que ha pasado el tiempo suficiente vuelvo a entrar para llevarme a mi hijo.  Sonrío a la bruja, que pone su típica expresión de estar sufriendo de mal de ojo.  Salimos por la escalera que da al jardín. 

En el coche le pregunto al niño: Raskólnikov, ¿te ha besado tu abuela? Menudos achuchones, papá, dice el angelito. 

Al día siguiente las pruebas que les hacen en el colegio dan positivo para un montón de niños, incluido mi hijo. Casi todos asintomáticos. Febrícula, en el caso de algunos, también mi hijo, ya me lo temía. Mi mujer ha vuelto cuando entramos en cuarentena. 

Mi suegra muere unas semanas después.  Pobre, con sus achaques esto del virus ha sido la puntilla.  Me han llamado de la Editorial para preguntarme si tengo ya el cuento preparado. Sí, les digo, ya está hecho el encargo.  Espero que os guste, tiene un final feliz. 

Pero esa es otra historia.  





25 de noviembre de 2020

“Neil Armstrong, o por qué no hay en Salamanca una calle de los Pirotécnicos.” 

Cuando le preguntaban a Neil Armstrong, durante los meses que vivió de incógnito en Salamanca, dónde estaba en el preciso momento en que el hombre pisó la luna por primera vez, solía contestar, antes de pedir otra copa: yo que sé, en la Luna. 

Le visité a menudo en su piso alquilado -del que yo era propietario- en la calle “de los Pirotécnicos” del Barrio Vidal, porque me llamaba a menudo.  Al principio para que le arreglara las averías que le salían continuamente, debido a una construcción defectuosa, hecha con materiales baratos y poco fiables; más adelante porque le cogió el gusto a charlar conmigo.  Solíamos quedar en el bar de “Las Caballerizas”, que le parecía una especie de “refugio antiatómico medieval”.  Decía ese tipo de cosas, el bueno de Neil. 

Yo prefería citarle al aire libre, para evitar que cayera en su incipiente alcoholismo, o por lo menos para que lo controlara dentro de lo posible.  Vicio, por cierto, que adquirió en la cantina del desierto de Tabernas, en Almería, visitando las cenizas de los estudios de cine supersecretos donde la Nasa había filmado la película sobre el viaje a la Luna.  Aquellos estudios habían sido destruidos por completo para no dejar ningún rastro, pero había quedado la cantina y el hotel anejo, hechos en madera, estilo Far West.  Es la cantina que aparece en muchos Spaghetti Western, “La muerte tenía un precio”, por poner un ejemplo.

Me voy de una cosa a otra, lo sé, pero es que, a mis años, la cabeza ya empieza a perder el rumbo.  Sigo.  Aquella película -la del falso aterrizaje en la luna, no la de Clint Eastwood- fue la que se vio en todo el mundo como si fuera el verdadero alunizaje, lo que ocurrió porque la Nasa y el Pentágono decidieron que la filmación auténtica del viaje y de la llegada a la Luna tenía que quedar en el más absoluto secreto. 

¿Qué pasó? ¿por qué no hemos vuelto a la Luna? ¿qué vio mi amigo Neil Armstrong allí que no se sabrá jamás?

Él nunca lo confesó estando sobrio, pero en las Caballerizas, a la tercera copa -pedía vino de la casa, pero el vaso lleno- empezaba a meter en su discurso algunas frases ininteligibles, que yo solo he podido descifrar con el paso de los años.  Lo que vio -en la cara oculta de la luna- fueron los restos de una antigua civilización que había destruido aquel planeta, un vergel antes de la gran extinción.  Somos selenitas, selenitas, decía en un español que hablaba perfectamente.  Una antigua raza de homínidos había reducido a cenizas, en una última guerra apocalíptica, aquel planeta, poco después de enviar una misión para colonizar la Tierra.  Somos selenitas. La prueba estaba en una reproducción asombrosamente perfecta de un ser humano, hecha con un hueso que recogió Neil Armstrong del calcinado suelo lunar. El homo selenitense. 

Y, claro, en la Nasa dijeron esto no se puede saber, tiene que ser el secreto mejor guardado porque si no van a empezar los hippies con la murga de la paz y el amor, y que el progreso va a destruir el planeta, y nos van a joder el invento del consumismo, que junto a la rueda -palabras de Henry Ford- son “los dos grandes inventos de la Humanidad”.  Así que a todo aquello se le echó tierra encima. 

La filmación simulada del alunizaje en el desierto de Tabernas se había hecho antes del viaje a la Luna.  Preventivamente.  Para salvar el prestigio del país, en el caso de que ocurriera cualquier catástrofe, cuestión de Estado en aquellos años de guerra fría.  La Nasa dispondría de una simulación cinematográfica perfecta, con la que anunciarían el éxito de la misión espacial. 

Neil decía -después de algunas copas- que a la vuelta del viaje a la Luna descubrió la cara oculta de su mujer.  Había llegado a su casa en Cabo Cañaveral antes de la hora anunciada, y pudo ver a su cuñado saliendo por la puerta trasera, a toda prisa.  Junto a la cama de matrimonio se había dejado la corbata, hortera como sólo él podía ser.  “Son of a bitch” fue lo único que le oí decir nunca en inglés.

Se le hizo un lío morrocotudo en la cabeza, contaba.  Y entonces decidió viajar sin rumbo, y acabó en España ya de incógnito.  Estuvo en Almería, en la taberna de Tabernas, y luego vino a pasar una larga temporada en Salamanca, donde fue mi inquilino, como he dicho. 

Intenté ayudarle a abandonar el alcoholismo, pero la verdad es que nunca lo conseguimos del todo, ninguno de los dos. 

Un día me dijo que se volvía a su país.  Y ya está, esa es la historia.  Se volvió a casar, siguió colaborando con la Nasa, fue profesor en Harvard, en fin, esas cosas que hemos ido sabiendo por la tele y los periódicos.  Él nunca volvió a contactar conmigo, yo creo que para protegerme de uno de esos “comandos de limpieza” que enviaban los servicios secretos de su país para borrar pistas. 

Cuando se supo, pasados los años, que había estado con nosotros durante aquella temporada sabática, el alcalde de Salamanca decidió poner el nombre “de los Astronautas” a la calle donde había vivido cuando fue nuestro vecino.  Y en los bajos del piso alguien tuvo la idea de poner una cristalería, “Cristalería La Luna”.  Pero en su viaje hasta hoy ese negocio ha tenido más de un problema, y no ha acabado nunca de despegar. 

El otro recuerdo que tenemos en Salamanca de mi amigo Neil es conocido por todos, el retrato que le esculpió un artista de la piedra en una de las portadas de la Catedral.  Cuando siento nostalgia voy hasta allí y echo un parlao con él, mientras doy unos tragos a mi petaca. 





Lo malo es que ya no sé muy bien si lo que recuerdo son estas conversaciones con el astronauta de piedra de Villamayor, o las que solíamos tener en el Bar de las Caballerizas, o en mi piso, mientras le desatascaba el fregadero, o intentaba insonorizarle con cartones de huevos -misión imposible, decía Neil- alguna habitación. 

Aquellos fueron buenos tiempos, yo era joven, y ya nada volvió a ser lo mismo. Cuando mi amigo se fue dejó un espacio vacío. 

Ahora, con tanto brindis nostálgico, no hay forma humana de dejar la bebida, ni de saber, a ciencia cierta, qué coño fue verdad o no.  Y nadie se acuerda de si, alguna vez, hubo en Salamanca una calle de los Pirotécnicos.  

 


24 de octubre de 2020.

“Anuncios por palabras”. 

1.

Jubilado cariñoso busca “hembra placentera”, para amistad o lo que surja.  Principalmente -todavía- para lo que surja. 

Se ofrece buena situación económica, disposición para las tareas de la casa incluidas cocina y plancha, dominio de lenguas, conversación estimulante y ganas de disfrutar de la vida. 

Hándicaps: Cargas familiares, y dos perritos. 

Si eres guapa de los pies a la cabeza, tolerante con algunas debilidades de mi carácter (que se describen, por su extensión, en archivo adjunto), y no te importa que te despierte de madrugada -cuando venga del baño por exigencias de la próstata- dándote besitos y las gracias por estar ahí, entonces, reina mora, sal de mi sueño y entra en mi vida.  

2.

La Asociación para la Práctica Forzosa del Amor Libre busca nuevas socias.  Se ruega a las aspirantes envíen solicitud al Sr. X, Presidente y único miembro masculino de la Asociación.  Por favor, acompañen foto reciente en la ducha, DNI compulsado, Declaración de Hacienda, y prueba PCR en las últimas 24 horas.  Se advierte de que, debido a la alta demanda de solicitudes, conviene a las aspirantes ponerse a la cola sin demora, insistiendo en la seriedad de la Asociación, que no selecciona a tontas y a locas. 

 3.

Se ofrece jubilado para protagonizar película porno.  Sección “Abuelo se lo monta con chica de la limpieza”.  Se garantiza disponibilidad para repetición de tomas.  “Gratis et Amore”. 

P.D. Entre los “gadgets” sexuales se incluye un desfibrilador. 

4. 

Miembro de la Liga LGTBIXYZ busca algo más. Si ofreces otra cosa, y quieres ayudarme a encontrarla, entra en contacto conmigo por cualquier vía, y reivindica la inclusión NS/NC en las siglas de la Asociación, así como la apertura a Trans-humanos, hibridación robótica y/o animal.  


18 de octubre de 2020

“Trasplante”.

El trasplante de corazón se llevó a cabo con éxito.  Al día siguiente, el cirujano hablaba con el enfermo, y le explicaba que, si todo iba según lo previsto, en menos de una semana podría estar en casa haciendo una vida perfectamente normal.  Cuide su corazón -le decía- no tiene fecha de caducidad, es para toda la vida. 

Toda mi vida, reflexionaba el paciente, ¿cuánto puede ser? ¿un día, cinco años, cincuenta o sesenta años más, de una vida perfectamente normal? En resumen -pensaba- hasta que la muerte nos separe. 

Vivió el tiempo que tardó en morirse, y antes de enterrarlo lo llevaron de nuevo al hospital, donde le extirparon el corazón artificial para trasplantarlo a un nuevo paciente.    




17 de octubre de 2020

“Nuestros mares son las vidas que van a dar a los ríos.”

El pez, mientras nadaba, no sentía el paso del tiempo.  Le parecía que el río era el mismo de siempre, y que sus aguas se movían, pero no viajaban. El río, y el pez, eran la misma cosa. 

Daba, a veces, saltos, y era como si saliera del mundo, pero enseguida volvía a sumergirse en su reloj de agua, que daba siempre la misma hora.  Y, dentro del río, pero fuera del tiempo, él seguía haciendo lo mismo. Buscando pececitos, y gusanos, una y otra vez, pero siempre la misma vez.  El pez era el río y el río, aunque cambiara, era inmutable.  Hasta que, el pez, vio aquel gusanito -no podía saber que era del otro mundo- y le picó.    







                    





15 de agosto de 2020

“La segunda vez en Bretaña”.

Fui a la Bretaña francesa por segunda vez cuando tenía 16 años.  Mi tía era profesora de francés y tenía contactos con unos colegas de París, que organizaban viajes de estudiantes -chicos y chicas- a una casa rural en un pueblecito llamado Douarnenez. Se llamaba -la casa rural, no mi tía- Colonie “La Clarté”.

 Recuerdo vagamente -tengo muy buena desmemoria- la costa bretona, el mar, los bosques que rodeaban la zona, los crêpes; un profesor de mayor edad que el resto, que componía música clásica; aquel día en que alguien hizo una gamberrada y los profesores nos interrogaron uno a uno para descubrir al culpable (si lo hicieron yo nunca lo supe); alguna misa en francés a la que acudimos, voluntariamente, según los profesores que nos llevaban.  

Y los lavabos y letrinas, que estaban en un edificio separado de la casona principal, donde realizábamos la primera actividad de cada día. Vagamente recuerdo cepillarme los dientes al aire libre, sintiendo el sabor fresco y mentolado de la pasta dentífrica, despertándome con el frío de la mañana antes de ir a desayunar. 

Y recuerdo la primera vez -más bien la segunda, ahora lo cuento- que me sentí enamorar.  En el salón de la casa, aquella tarde, chicos y chicas teníamos clase de baile.  Una chica alta y delgada, mestiza y guapa, bailaba con un grupo repitiendo una serie de movimientos que les indicaba el profesor.  Ese fue mi segundo flechazo, como decía. De niño -diez años, quizá- había tenido el primer y no tan inocente encuentro con Cupido, en una casa de campo familiar, vieja, grande y destartalada, viendo cómo bañaban en un gran barreño de cinc, brillante y untada de jabón, a una niña de mi edad que estaba pasando con nosotros una temporada.  No tan inocente, confieso, porque le tiraba de la coleta a veces. 

Pero volvamos a Bretaña.  Isabelle, como se llamaba mi chica francesa, puede que no fuera la Paulova, pero yo no olvidaré nunca sus movimientos al compás de la música.  La sigo viendo como si ella estuviera en un escenario, fuera del tiempo.

Otro día hicimos todo el grupo una excursión por el campo, visitamos una granja de cerdos -donde vimos parir a una cerda-, y pasamos la noche en una nave que hacía las funciones de pajar y almacen.  Chicos, chicas, profesores y profesoras, todos repartidos entre las pajas, durmiendo en nuestros sacos. Vive la France.  

En la nave había un altillo al que se subía por una escalera, móvil y bastante precaria, de madera, y allí nos fuimos, buscando nuestro nido de amor, Isabelle y yo.  Fue mi primera vez: nunca había dormido en un pajar con una chica francesa, mestiza, alta, delgada y muy guapa.  Pero no pasamos de los besos y algunas caricias más atrevidas, y recuerdo la manera -un poco atropellada y confusa- en que no hicimos nada más. 





3 de junio de 2020.
“El amor en los tiempos del Coronavirus”.

Yo tenía teletrabajo, hasta que se puso de moda el teletrabajo por causa del virus, pero para entonces ya nos habían echado a todos. 
¿Recuerdan esas llamadas -que dejaron de oír durante el confinamiento- a cualquier hora, para ofrecerles un seguro, una cuenta bancaria, un descuento en la factura de su móvil, un perrito piloto? Pues ese era yo.  Les digo cuál era la filosofía de la Empresa: Había que vender a toda costa, y en el menor tiempo posible, no pedían nada. El Cuadro de Honor -que daba al empleado puntos para unas futuras vacaciones en el Caribe, pagadas por la empresa- se componía de estas dos variables, tiempo y efectividad.  No era nada fácil, pónganse en mi lugar, porque, por lo general, pillabas al cliente en la ducha, no sé si me explico, en el momento más inoportuno. -No me interesa, perdone -contestaba la mayoría-, lógico, pensabas tú, sobre todo ahora, que estás en una reunión de trabajo, o discutiendo con tu mujer mientras hacéis la comida, o esperabas a que te atendiera la tutora de tu hijo en el Cole, a ver qué había pasado con otro niño que lo acusaba de haberle puesto un ojo a la virulé. 
La fórmula era siempre agarrar al cliente por el pescuezo telefónico, y decirle -en un tono neutro, pero asertivo- que cómo sabía que no le interesaba, si todavía no le habíamos dicho en qué consistía la oferta: ¿No quiere ahorrar dinero?   Puro sadismo.  Yo tenía compañeros que lo bordaban, sobre todo cuando pillaban a una de esas personas educadas que son incapaces de colgarte el teléfono sin disculparse varias veces, entonces se cebaban con ellos, y muchas veces, sacaban sus puntitos.
Pero volvamos al principio.  Yo teletrabajaba y me echaron, por el virus, y llegó el confinamiento.  Y mi mujer y yo bastantes problemas teníamos hasta entonces, como para tener que aguantarnos veinticuatro horas al día, siete días a la semana, en el reducido espacio de nuestro piso, que hasta habíamos cerrado el balcón para ganar un par de metros.  Con dos niños, que no entendían tampoco por qué tenían que estar encerrados con dos extraños -antes de eso, no los veíamos mucho, la verdad- que, además, se ocupaban más de sacar a pasear al perrito -por turnos, varias veces al día- que de ellos.  Y así, todo el día, rebotados, todo el mundo de morros menos el chucho, que estaba encantado. No había dios que aguantara. 
Así que, en cuanto pudimos, firmamos los papeles del divorcio exprés, a través de un bufete de abogados “low cost”, por Internet.  De mutuo acuerdo.  La primera cosa que hacíamos de mutuo acuerdo desde hacía años.  Iniciábamos, sin saberlo, una tradición, porque cuando nos llamaron en el Juzgado, algún tiempo después, para ratificar el divorcio, también nos pusimos de acuerdo -milagros del Coronavirus y sus secuelas- en que no íbamos a ratificar nada.  Llegamos cogidos de la mano, y le dijimos al Señor Juez -para que no se mosqueara y pensara que tomábamos la Justicia a cachondeo- que lo habíamos pensado mejor, y nos íbamos a dar un tiempo. 
Por lo menos -eso ya quedó entre nosotros- hasta que se solucionara la Economía, y nos dieran trabajo a los dos, porque ni con un sueldo post virus seríamos capaces de mantener dos casas, pensiones compensatorias, y mucho menos dos niños, que ahora no se conformaban con la Play de toda la vida, si no que te pedían -a través de los directores de sus coles- ordenadores, móviles, y otros artilugios –“gadgets”, dicen, hay que joderse con los anglicismos- para la educación a distancia. 
Total, que teletrabajaba y me echaron del teletrabajo cuando se pudo de moda el teletrabajo, y firmé los papeles del divorcio y no firmé los papeles del divorcio, todo por causa del dichoso virus. En fin, un sindios.  
Lo que fue, todo, una bendición visto con perspectiva, ahora que el tiempo -y Cupido- han jugado a nuestro favor. 
Resumo. Mi mujer encontró un buen trabajo, y yo me ocupo de la casa y de los pequeños, que, al sentirse atendidos por su padre se han vuelto dos cachorritos deseando que les saque a dar un paseo, y hasta el Cole nos ha tramitado los papeles para que nos subvencionen los gastos en ordenadores y herramientas varias. Visto retrospectivamente no mentimos al Juez, mi mujer y yo estamos acarameladísimos, como en una segunda luna de miel, bueno, casi la primera porque en el viaje de novios tuvimos cada bronca. . .
El mundo se derrumbaba, y nosotros nos enamoramos. Hemos sido capaces de “revertir la situación”, en palabras de una amiga nuestra, sicóloga.  El tutor de “mindfulness” lo llama “catarsis”.
Lo que yo le digo a mi chica: entre tú y yo, cariño, bendito Coronavirus.  -Sí, corazón -me contesta ella- lo nuestro es que da para una novela. 
¿O no?






31 de mayo de 2020.
“Para eso estamos los vecinos”.

Buenos, días, buenos días, qué tal, bien, bien, vaya calor, lo único que aquí pasa rápido, ya lo creo, sin darnos cuenta y estamos en Navidades, adiós, adiós. 
La vecina del piso de arriba, una viejita de ochenta y tantos años, charlas de ascensor.  Y una gotera en el techo de mi cocina, porque se le olvidó cerrar el grifo del fregadero, y menos mal que la asistenta llegó a tiempo de evitar que el agua provocara las cataratas del Niágara, que según la mancha que me ha quedado debió de ser algo parecido.
Yo no soy mucho de hablar con mis vecinos, vivo un poco de espaldas a mi comunidad, hasta lo de la gotera lo llevo por mi cuenta, con el Administrador y los Seguros. Me sabe mal, quizá debería ser más amistoso, ofrecerme para ayudarla en cualquier cosa, preguntarle qué tal está, simplemente. 
Me hacía estas reflexiones cuando vino lo del Coronavirus, y la abuela se fue uno de aquellos días, en una camilla, rodeada de funcionarios que parecían personajes de “Encuentros en la Tercera Fase”, sea cual fuera -jamás lo supe- la Fase en la que nos encontrábamos. 
Nunca volvió. 
Algún tiempo después, cuando ya estábamos empezando a olvidar aquella pesadilla inmunizados por la vacuna, coincidí en el ascensor con una señora mayor, que resultó ser su hermana y había heredado el piso, de lo que me enteré, más tarde, por el portero, porque ese día llevaba mucha prisa y apenas hablé con la mujer.  Está sola, me dijo el portero, viene de vez en cuando una nieta suya -así, guapa y gordita- a ocuparse de sus cosas.  Parece que quiere llevarla a uno de esos Centros para la Tercera Juventud, que ahora no es como antes, funcionan de maravilla. 
Me hago el propósito de pasarme por su piso, y ofrecerme para ayudarla en lo que pueda.  Ayer casi me paré a hablar con ella en el portal, pero me llamaron en ese momento por el móvil, una llamada importante.

Hola, ¿qué tal?, ya sabe, soy su vecino de abajo, lo que necesite, por favor, no tiene más que decirme, ya te comento, le digo a su nieta, guapa y gordita -me pierden las gorditas guapas- mientras bajamos en el ascensor, en cuanto a la gotera no te preocupes, es el cuento de nunca acabar, pero ya lo he solucionado con el Administrador, lo único que a ver si quedamos un día a tomar un café y firmamos los papeles, puro trámite, yo me encargo de todo, y dile a tu abuela que aquí me tiene para lo que haga falta, pero también te digo, sinceramente, donde mejor va a estar es en uno de esos nuevos Resorts para Seniors, si ahora son como hoteles de cinco estrellas, si quieres te doy mi teléfono, para que estemos en contacto, cualquier cosa que necesites, para eso estamos los vecinos.  








20 de mayo de 2020.
“La Tercera Plaga”.


Para combatir la hecatombe ecológica -millones de toneladas de desechos de plástico- que estaba generando la lucha contra el Coronavirus, los Laboratorios perfeccionaron una bacteria que los reciclaba, alimentándose de ellos.  Era imposible científicamente -dijeron, cuando empezaron a sonar las primeras alarmas- que la bacteria mutara, y comenzase a parasitar seres humanos.    








3 de mayo de 2020.
“Dorian e a janela apaixonada”. 

A minha janela tem a melhor luz do mundo, que é a luz do amor.  Assim, enquanto eu estou a ler, faça o tempo que fizer, tenha o céu a cor que tiver, a luz é uma luz fantástica e doce, que me anima a ler e a ficar na cadeira sem sentir o tempo passar. 
À hora da sesta a luz parece mais mole e suave, assume uma cor de pôr do sol, e eu fico relaxado e sinto como se me cobrisse um lençol de fadas, e deixo-me levar por um sono de criança no colo da sua mãe.
A minha janela, na primavera, deixa passar o cheiro das flores que tenho no terraço.  Por vezes eu saio para senti-lo mais de perto, mas volto para a sala, logo a seguir, porque o cheiro aqui é muito mais limpo e natural. 
A minha janela deixa entrar também o canto dos pássaros e o arrulho das pombas espalhadas pelos telhados.  Às vezes, vou para o terraço a ouvi-los melhor, mas eles deixam de cantar, e desaparecem. Então volto para a janela, e os cantos recomeçam, ainda mais bonitos.


Acontece o mesmo com as músicas e os ruídos da cidade em festas.  A minha janela é como um altifalante, e os sons chegam claros e limpos, perfeitos para eu desfrutar deles.  É a alegria pura que ela me traz.  Dantes, eu saía de vez em quando para gozar da festa, mas já deixei.  Muita gente, muito barulho, música em altos berros.  Tudo incomodidades. 
Numa ocasião, saí para dar uma volta pelas ruas da minha cidade.  Então, começou a cair uma chuva suave.  Eu estava a olhar para a montra de uma loja, e reparei nas gotas de água a deslizarem nos vidros como pela face de uma noiva.  Faltou-me o fôlego e senti uma saudade amarga que me fez voltar logo para casa. 
Sentei-me de novo na cadeira, junto da janela, e tudo voltou a ser um paraíso doméstico. 
Durmo no sofá, perto da janela.  Não preciso de cobertores nem de lençóis, porque mal eu fecho os olhos sinto como uma sombra transparente e amorosa que se junta ao meu corpo. 

Às vezes, tenho que me levantar para atender alguém que toca a campainha, preparar alguma coisa para comer, tomar um duche.  Então ergo-me, procuro o meu reflexo no vidro da janela, e pisco-lhe um olho.  Ela sorri e brilha contente.  Sei disso porque me vejo no vidro como se ainda fosse o joven que veio pela primeira vez para esta casa, e ficou em frente da janela.  Os seus olhos apaixonados deixaram para sempre o mais impossível e formoso reflexo de mim no seu coração de diamante.  




21-4-2020.
“Fiestas del Sacrificio” 


Cuando la pandemia parecía estar llegando a su fin, y la gente ya estaba imaginando unas fiestas llenas de paz y amor, llegó la noticia de una mutación letal, que se transmitía a los humanos a través de sus animales de compañía.  






13 de abril, 2020.
“Esa abuelita en la ventana”.

Una señora mayor, con el pelo blanco, aplaude despacio tras el cristal, sin abrir la ventana.   Aplaude a los médicos, y a todos los que cuidan de los demás en estas fechas de la epidemia.
Vive sola, se apaña con su silla de ruedas, y todavía se maneja para levantarse de la cama y lavarse, hacerse sus comidas -el súper le lleva la compra un par de veces al mes-, y, si no limpiar, al menos mantener a raya el polvo y el desorden de la casa.
El famoso virus -por lo menos hasta que empezó a sentirse peor-, ha sido una pequeña fiesta para ella.  Hoy se ha pasado casi todo el día en la ventana. Las familias que tienen niños -uno de ellos le ha llamado especialmente la atención- han cantado una vieja canción de payasos, que le trajo bonitos recuerdos, y, a otras horas se ha divertido con el ruido que hacen los vecinos, dándole a las cacerolas.  Todo le hace compañía. 
Lleva un par de semanas con muchas molestias, a las que no hace caso porque su cuerpo, hasta cierto punto, ya está hecho al dolor.  Pero le cuesta cada día más respirar, y cuando ha llamado al teléfono que anuncian en la tele, una voz muy amable, después de escuchar sus síntomas y hacerle algunas preguntas, le ha dicho que no se preocupe, y no sé qué de los Hospitales, pero que la llamarían.  -Tómese la temperatura, ¿tiene paracetamol? Avise, si se encuentra peor. 
Ella se ahoga por momentos, pero bueno -se dice- cuando no lo pueda soportar, hará otra llamada.   
Ahora, a mitad del aplauso a los sanitarios, la señora mayor con el pelo blanco hace una pequeña mueca que apenas altera su expresión de conformidad con el mundo, y apoya la cabeza, suavemente, en el respaldo de la silla de ruedas.   
Algún tiempo después, cuando empiezan a implementarse soluciones eficaces, la gente vuelve a salir a la calle, y se hacen muchas fiestas. Todo el mundo -repiten- estaba deseando volver a abrazarse. Pero los balcones se han vuelto a cerrar. Por lo de siempre, los ruidos, los humos de los coches, las miradas entrometidas, en fin, para descansar un poco de tanto barullo. 
El niño que cantaba, a carcajadas, la canción de los payasos, añora esas fiestas en los balcones, las bromas compartidas con mamá y papá, el alboroto, los aplausos.  Y se acerca a mirar, de vez en cuando, como quien no ve la hora de participar en el juego más divertido.  Descorre el visillo como quien abre el telón en un teatro de títeres. 
-Mamá, ¿esa abuelita en la ventana?
















5 de diciembre de 2019.

“Segunda mano”.

El aficionado al motor descubre, en un comercio de coches de ocasión, un modelo deportivo que se vende a precio de ganga.  Un “Fulman” con sistemas neuro-eléctricos de última generación.   Nuevo, pero ya casi convertido en una reliquia del futuro, porque la fábrica lo dejó de producir después del lanzamiento de los primeros modelos, alegando motivos burocráticos.
El aficionado a los coches nunca los ha comprado de segunda mano, pero en este caso la tentación es poco menos que invencible.  El precio de ese modelo en el mercado de los coches usados no puede hacer otra cosa que subir. Más allá de esa circunstancia, el aficionado al motor siente por ese automóvil una atracción irresistible.  Lo compra. 
Hace con él un viaje de prueba. El coche responde como si fuera una extensión de sí mismo, de su propio sistema nervioso, de su mente, como si se anticipara al más íntimo de sus deseos. 
Una moto circula delante. El aficionado al motor reconoce el modelo, Una Bultaco Gazelle, vintage, pero lustrosa como si acabara de salir de fábrica.  La conduce una mujer con un mono ajustado al cuerpo, de formas explosivas, y melena al viento sobresaliendo del casco. 
El conductor acelera y la adelanta admirando el conjunto que la mujer forma con la máquina.  Cuando cree (y lamenta) que la ha dejado atrás, de repente la motorista aparece adelantando a su vez al coche. Al aficionado al motor le da un vuelco el corazón, aturdido entre el deseo y la rabia. Automáticamente, vuelve a adelantar a la motorista.  A partir de ahí, el Fulman y la Gazelle se retan una y otra vez en una especie de coreografía mecánica y desenfrenada.

Ahora el coche va justo detrás de la moto, casi pegado a ella.  El conductor cede unos metros aguantando la arrancada, e inicia el adelantamiento pisando el pedal a fondo, como un poseso, moviendo el volante para sobrepasar a la amazona.  Pero el vehículo se niega a girar, y embiste a la moto lanzándola brutalmente por los aires.  El coche no para, sigue su camino sin responder a las maniobras del conductor, como si tuviera vida propia, como si no fuera una máquina, sino un organismo mutante y monstruoso.  
















11-05-2019.

Greguerías.

1.     El estrabismo es la paranoia de la mirada. 
2.     El tonto piensa por defecto. 
3.     La lengua pone el lazo al regalo de los labios. 
4.     El divorcio de mutuo acuerdo es el último sí, quiero, de los novios.
5.     En los embotellamientos, los conductores borrachos hacen botellón.
6.     Los labios apagados dan besos de ceniza. 
7.     La promiscuidad es una enmienda a la totalidad del matrimonio. 
8.     Las tripas del hombre son las cadenas de su espíritu.
9.     Era un conductor tan indeciso que se quedaba sin gasolina en las rotondas.
10.El beso tiene la palabra deseo en la punta de la lengua.  
















18-03-19.

“El ascensor.”

Soy un hombre de mediana edad, estoy divorciado, vivo con mi hija de quince años y soy el presidente de mi comunidad de vecinos.  Lo que odio, pero soporto confiando en que no tengamos que hacer obras en el edificio y el año pase lo más rápidamente posible. 
El ascensor me está dando algunos quebraderos de cabeza.  Nada grave, pero sí engorroso, porque se queda bloqueado cada dos por tres, la puerta abierta en el rellano donde se haya averiado, y sin volver a funcionar hasta que alguien entra y se activa de nuevo.  Es un ascensor moderno, con una cámara disimulada en el techo, que se pone en marcha en caso de avería.  La cámara sigue funcionando algunos minutos después de solucionada la incidencia, y pasado el tiempo que marque el algoritmo de seguridad, se apaga. 
Tengo una aventura con una vecina.  Está casada. A veces bajamos al sótano, que iba a servir como garaje pero que por un problema administrativo -la inclinación de la rampa, creo- ha quedado inutilizado.  Bueno, he tenido otras aventuras, como quedó patente para mi desgracia en el proceso de divorcio, pero por alguna razón ésta me provoca un morbo especial.  Me recuerda a mi primera vez.
Hace una semana una vecina me dijo que había perdido la cartera con bastante dinero dentro.  Estaba segura de que la llevaba de la mano, junto con las bolsas de la compra que acababa de hacer en el supermercado de la esquina.  Pensaba que se le podía haber caído en el ascensor.  Le dije que preguntaría a los vecinos, aunque me parecía que, como suele ocurrir en estos casos, lo mejor que podía esperar es que le devolvieran la cartera, vacía, pero con la documentación. 
Pedí la grabación a la empresa de mantenimiento, no sin antes asegurarme de que no había coincidido con ninguno de mis deslices eróticos rumbo al sótano, porque después de mi divorcio soy muy quisquilloso para no dejar ningún rastro de mis aventuras.  Por muy excitantes que sean, a veces las consecuencias son aún más dolorosas.  Ya sé que suena cínico, pero la familia es todo para mí.   
Me llegó el vídeo por e-mail, y me dispuse a revisarlo, sólo por cumplir con la vecina de la cartera, que es bastante mayor y muy insistente. 
Gente entrando y saliendo del ascensor, la puerta abierta, bloqueada, imágenes de los rellanos en el espejo frontal de la cabina.  Ninguna sorpresa.  Hasta los últimos minutos de la grabación.  
El ascensor vacío, el reflejo de la puerta de la calle en el espejo.  Entra la vieja con las manos llenas de bolsas y con su cartera, y después mi hija hablando por el móvil.  Lleva el uniforme del colegio, falda escocesa, camisa blanca, jersey azul marino de pico. Y su inseparable mochila de Hello Kitty.  La anciana se baja en su piso y se ve su cartera en una esquina del ascensor.  Mi hija la recoge, sale al descansillo y parece dudar, mirando alrededor como si esperara algo.  Inmediatamente vuelve a entrar, guardando la cartera en su mochila, seguida del marido de mi amante.  No me da tiempo a compadecerme de él según mi costumbre.  Saluda a mi hija y oprime un botón. Después se acerca a ella sonriendo.  Bajan al sótano. 






12-03-2019.

“Filosofía postmoderna”. 


Just buy it.  









1-3-19.

“Mirada interior”.  

Por la mirilla se ve una página en blanco, y el escritor da un respingo, horrorizado.  Queda inmóvil, en su ceguera pálida.  
El silencio es nítido, como capturado en el tiempo, pero es imposible saber si pertenece a ese género que provoca una música detenida, o a aquél otro que surge antes de que empiece a sonar.  Son sinfonías diferentes. 
El escritor vuelve a la mirilla para concentrarse en lo que oye, una especie de sonido de la nada, extraño como una imagen vacía. 
Al esforzarse por enfocar mejor ve su propia figura del otro lado de la puerta, con el ojo pegado a la mirilla, observándole.  Echa la cabeza hacia atrás, bruscamente, y el fantasma de sí mismo se pierde en un agujero temporal.  De repente vuelve a oír el tic-tac del reloj de la cocina, y tiene la sensación de retornar a su propia irrealidad.  Reconoce los malos augurios.
En su mano sujeta la página que acaba de escribir.  Siente un beso en su oreja, y la caricia de una lengua que susurra.  Siempre se despide así, su Musa favorita.  Qué raro, no la había sentido entrar.  Será que ha llegado en la hora de la siesta, o quizá estaba trabajando muy concentrado y no echó cuenta de ella. 
A través de la mirilla ve cómo la ninfa le guiña un ojo, antes de entrar en el ascensor.  Se ilumina el número del ático, donde vive el poeta.  El escritor ya sabe que no la tiene en exclusiva, y nunca ha sido celoso, pero le incomoda un poco pensar qué pueda hacer su vecino con las palabras de ella, con sus propias palabras.  ¿Le escribirá también poemas como besos?.
Una hoja pasa por debajo de la puerta.  Inútil mirar hacia el otro lado, el secreto de los vecinos se oculta a las mirillas ajenas.  Además, ya sabe la respuesta, esa luz negra que va penetrando lentamente a través del cristal, cegando para siempre su mirada interior.  












02-2-19.

“Impronta.”  

Muchísimos años después, aquella chica del Instituto -a la que nunca había podido olvidar- apareció en mi red social para decirme que me quería. Cuando nos encontramos, volví a verla exactamente igual de hermosa. 







19-11-18.
“Primeros auxilios”. 

En la puerta del ascensor casi me choco con mi vecino, que sale.  Nos saludamos, pero no sé qué me dice, voy distraído. Subo, cojo la bolsa con el bañador , y  salgo para la piscina.
Abro la puerta del vestuario de caballeros y lo primero que veo es una entrepierna peluda bajo una tripa prominente.  Agacho la cabeza –bañador estampado- y pienso que me encantaría cambiarme en el vestuario de señoras.  En fin. 
Entro a la piscina y, bajo la ducha, veo un grupo de gente que atiende a un monitor en lo que parece ser un curso de socorrismo.  Se van uniendo más bañistas.  Algunos ya están haciendo largos, arrastrando muñecos, siguiendo instrucciones.  Empiezo a nadar. 
La luz de la piscina climatizada siempre me ha parecido un poco irreal, una luz de invernadero, de hospital, de acuario por supuesto, ¿de cabina de ascensor?.  Dentro del agua la sensación es aún más extraña, la luz parece más lenta.  Nado.  Siento esa especie de ingravidez.
A un lado de la piscina el grupo de socorrismo se ha organizado de dos en dos.  Uno de ellos está tumbado en el suelo, y su pareja se arrodilla en ángulo de noventa grados haciendo presión en su pecho, y simulando el boca a boca, o algo así.  En un rincón se amontonan algunos torsos de los muñecos que utilizan para sus prácticas.  Parecen pesados, anónimos, extraterrestres.  Momias. 
Al terminar otro de mis largos tomo un poco de aire, para descansar.  Miro al grupo, que sigue haciendo unos gestos más o menos sincronizados.  Destaca el cuerpo de una chica con un bañador rojo.  El agua brilla sobre unas nalgas soberbias.  Está apoyando sus palmas con fuerza sobre el pecho  del tío de la tripa.  Se echa encima de él, un tipo con suerte. 
Sigo nadando.  Crawl, espalda.  Un par de largos y vuelvo a descansar.  Las parejas del curso se han ido incorporando y se han echado a un lado.  El monitor parece explicar a la chica cual es el protocolo exacto en ese tipo de situaciones.  El del bañador estampado sigue en el suelo, dejándose hacer. 
Nado.  Se hace la noche fuera.  Las lámparas fluorescentes producen unos reflejos incongruentes en los cristales del ventanal que da al parque. Oigo una alarma, o algo.  Me quito los tapones de los oídos, y extrañamente, los ruidos de la piscina –esos ruidos sordos y proyectados- parecen amortiguarse y desaparecer. Como si se apagaran.  Salgo del agua.  Es todo un poco irreal, pequeños grupos de bañistas aquí y allá, torpes, casi inmóviles. Sobre el cuerpo tendido en el suelo un enfermero aplica un desfibrilador.  Una descarga, otra. Insiste. Finalmente, se da por vencido.  No quiero mirar, pero cuando voy hacia los vestuarios con la cabeza baja, por el rabillo del ojo reconozco el rostro fantasmal de mi vecino saliendo del ascensor. 
















10-11-18.


“La vaca”.  
La vaca estaba sentada en la primera línea de bancos.  Hasta ahora nunca había tenido vacas en ninguna de mis clases, y menos aquí, en el Aula Magna.  Siempre hay una primera vez.  La clase estaba llena, pero  los estudiantes no parecían tomarla mucho en cuenta.  Quizá disimulaban para que no se sintiera incómoda. 
Tenía esa mirada que en el lenguaje bárbaro se expresaba –a su primitivo modo- “como las vacas al tren”.  No obstante, se percibía un destello de inteligencia.  En todo caso prestaba mucha atención, incluso hubo un momento en que me pareció que levantaba la pezuña, como si fuera a preguntar alguna cosa o hacer algún comentario que le pareciera pertinente. Doy mucha libertad a mis alumnos en clase.  Pero no, seguramente es que no estoy acostumbrado al lenguaje no verbal de los bovinos.  O quizá era timidez. 
Terminó la clase, y la vaca salió del aula meneando unas ubres gigantescas –era una vaca lechera-, junto con el resto de especies animales. Y sonreía.    
Hemos quedado a comer el claustro de profesores, hoy, día de nuestra fiesta planetaria.  Gorilas, chimpancés, leones, serpientes, insectos diversos, la rectora, que es una Mantis Religiosa, y quizá también su marido, todo un espectáculo cuando comen juntos.  No puedo faltar, por turno este es el año del Gorila, así que tendré que superar mi natural reticencia a socializar. 
Además, el restaurante ofrece una comida excelente, los mejores lechazos de la Tierra –dice su propaganda- , una carne muy blanca y tierna que se deshace en la boca.  Y la decoración es muy simpática, fotos de aquellos magníficos ejemplares, ya adultos, de la época prehistórica, cuando todavía luchaban por mantener su imperio salvaje y no se criaban, como ahora, en cautividad.  Con nombres de una sonoridad tan arcaica, Raquel Welch, Charlton Heston. 
El restaurante se llama “El bebé feliz”. 










31-10-2018.

“Finalmente, el amor”.

Le parecía tan hermosa que no podía evitar comérsela con los ojos.  Pero, con ella, nunca se atrevió a nada.  Ni pudo declararle su amor porque se le deshacían las palabras en la boca, como si fueran agua.  Hasta sentía vergüenza de un hilo de baba que, incontenible, le desbordaba por la comisura de los labios.  Patético, completamente a su merced, él, que siempre había sentido un poder sin límites.
Recogió el pañuelo con el que ella se había secado las lágrimas antes de partir, y se sentó a esperar. La punta del pañuelo en la boca, paladeando aquellas lágrimas como la esencia del manjar más exquisito.  Aquel sueño de sueños al que había renunciado. 
Cuando llegó la policía lo encontraron muerto, de bruces sobre la mesa, ahogado en aquel pañuelo, ahogado en las lágrimas de su único amor, de aquella a la que no había podido culpar por ser absolutamente incapaz del más mínimo rastro de sentimiento humano. 
Encontraron a las demás víctimas enterradas en el jardín de la casa.















16-10-18.


“Animales de compañía”. 

-Rey, quédate aquí, que tu mamá necesita descansar un poquito.  Hija, vete a tu habitación y acuéstate, yo me ocupo del bebé. 
La abuela coloca la cesta del bebé sobre el sofá, y le mira con arrobo.  El pequeño duerme plácidamente.  –Un segundo, mi niño, que voy a poner una cafetera.  Y se va a la cocina. 
“King”, echado en su trono del sofá grande, mira fijamente un bulto que apenas rebulle, moviendo algo parecido a unas pequeñas garras.  Debajo de la piel, el tejido adiposo no deja ver cómo los músculos se tensan. A cámara lenta, casi uno por uno, se encrespan los pelos del espinazo.
Desde la cocina la abuela oye un ruido extraño, y vuelve corriendo al salón, donde encuentra al perro tumbado  junto al sofá en el que duerme el niño.  Entra alguien. –Hola hijo –dice ella-, mira lo siento, pero a mí me da un miedo tremendo este perrazo, ahora que tenéis el bebé.  No podemos correr riesgos, vais a tener que quitarlo.  –Bueno, dice el hombre, y pasa al dormitorio.  Su mujer está despierta. –Hola, cariño.  Oye, ya sé que te duele, lo hemos hablado, perdona, pero antes de que tengamos un problema gordo, ¿le puedes ir diciendo a tu madre que se vaya pronto a su casa, por favor?.   









9-10-18.


“Estigma”.

El ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios, por el Demonio.  







“Elipsis”.

Fulanito de Tal.
DD/MM/AAAA
DD/MM/AAAA
D.E.P.











El pescadorcito putrefacto.

El pescadorcito se había desenroscado una oreja y la había puesto en el anzuelo, a modo de cebo.  La avioneta, una vez atrapada la medusa-paracaídas, iniciaba un contrapicado al firmamento. 
El pescadorcito leprosito hoy no había usado la nariz para pescar, porque luego no ganaba para pañuelos.  La oreja no se daba mal, aunque era un poco molesto el glú-glú de branquias que le inundaba el oído interno y le retumbaba en la trompa de Eustaquio.  Pero merecía la pena porque con la oreja pescaba muchísimas caracolas.  Con la oreja hundida en el anzuelo escuchaba susurros en esperanto marino.  Si se acercaba la caracola al agujero de su oído le arrebataba inmediatamente un don de lenguas universal.  
Uno de los mejores cebos, sin embargo, era su pipa.  Infalible con toda clase de pescados ahumados.  Y también iba fenomenal con los calamares en su tinta, no me digas porqué.  No digamos con las medusas, con las medusas era de escándalo, las pescaba por docenas, y algunas salían volando, como globos de colores o sombrillas japonesas o platillos volantes o cúpulas de coral o tulipas tornasoladas con su luz sumergida.  El pescadorcito, descompuestito, porque no sabía qué hacer con tanta medusa.  A veces, si pasaba por allí alguna sirena, se la regalaba, para que se la pusieran como un tu-tú e hicieran ballet en los teatros de la Atlántida.   
Si se arrancaba un ojo el pescadorcito tuerto pescaba muy buenos besugos, que es un pez muy mirado, pero el mar se encrespaba  porque no le gustaba nada el cotilleo, y empezaba a agitar las aguas o mandaba a un pulpo para que jugara a las canicas y le lanzara el ojo al guá de la calavera. 
Con la mariposa nunca, nunca, nunca, pescaba nada.  Una auténtica catástrofe.  Así que en esos momentos de calma chicha solía aprovechar para seguir leyendo Moby Dick. 
El pescadorcito náufrago no sabe qué más decir.  Espero que sirva, porque aquí, punto final.  Sayonara.  Me despido con un anaglifo, en el que, en dos palabras, pretendo cantar las cuarenta.  Y firmo.
El gitano
El gitano
La gallina
Y repite conmigo: frigorífico.









21-09-18.

"Márketing"

 Felicidad, más Iva.


 




“Mangos en la Luna”.

La idea de expresar cualquier cosa en líneas torcidas con ruidos diversos al final, me parece tan ridícula como la de que haya mangos en la Luna. 
Esto no lo dijo Philip Larkin. 












11-10-18.

“Creación”.  

La mamá estaba intentando amamantar al bebé, que se rebullía inquieto. Para tranquilizarlo, comenzó a hablarle al buen tun tun, sin pensarlo mucho.  Mira Albertito, le dijo, en el principio fue el cero.  Un cero que era la Nada, como tú antes de nacer, para que me entiendas.  Un cero pelao, como tu cabeza, mi niño, un cero que ocupaba todo, un cero infinito.  En realidad era una cosa –o una Nada- y dos cosas al mismo tiempo, era el cero y era también el infinito.  Igual que tú y yo cuando estabas en mi vientre, eramos uno y eramos dos, ¿lo entiendes, mi amor?.
Y en algún momento, aquella Nada se rompió.  Y se separaron el cero y el infinito.  Igual que tú y yo cuando naciste.  Y se hizo la Luz, y surgió el Espacio, y el Tiempo comenzó.   Dicen que hubo una gran explosión, como tu llanto, mi vida, cuando te alumbré.  Ni que fuera el fin del mundo.  Y era el principio.
Albertito mamaba vorazmente, y miraba a su madre sin pestañear. 

































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